La barriga es el embarazo de los pobres y el castigo de los burgueses. Bienaventuradas las mujeres en estado de buena esperanza. En el barrio a la vecina le han hecho una barriga y claro la cosa se complica. En el club o en la urbanización quieren decir barriga cuando se habla de unos kilos de más. Sinónimos de todos los gustos y todos los matices: “preñaura, penalti transformado”. O claro, los esnob: “rellenito, curva de la felicidad”. Qué cosas. Del estado de buena esperanza prefiero no ocuparme por ser tema serio y venturoso, y me decido a hincarle el diente a lo superfluo.
La barriga que se hereda debemos excluirla de nuestro análisis. Qué van a hacer las personas con ancestros de gran talla, pues eso. A lo que vamos, es a la barriga que uno se va currando en el tiempo. Lo que empieza por ser motivo de comentarios jocosos con la mujer, termina por ser pesada realidad. Uno cree que el enemigo es débil y lo minusvalora. Unos días sin pan y otros sin cerveza y quedará neutralizada. O mejor, engraso mi bicicleta, arreglo mi raqueta de tenis o llamo a mis viejos roqueros del futbito y pasa la dichosa a mejor vida. Ahora que uno se lo ha ganado, que visita restaurantes sin manteles de papel, pide la carta de vinos y le pone la cocina creativa, no va a poder lucir palmito por los dichosos kilos de más.
Entonces pasa que puede ganarse en las primeras escaramuzas alguna batalla, pero el enemigo nos aguarda, porque lo llevamos encima, y nada. Va uno a su tienda de camisas a medida y que le deben cambiar el tema, porque parece una camisa de fuerza la que resulta con los centímetros de antaño. Pero lo que es peor, se mosquea con la niña que nos rebate que nuestra talla de pantalones no es la 42, sino la 46.
Claro llega el verano, y la cosa se pone fea. Si en la universidad los abdominales eran unos de sus mejores aliados para el periodo estival, ahora a uno le han abandonado. Pero la cosa se pone peor, cuando a esa realidad que uno ni nombra se le suma la pérdida de pelo por su puesto en la cabeza. Se pone uno a pensar, y hacía ya tiempo que el peluquero no le decía nada de su hermoso pelo, y su mujer no le compraba ya gomina. La tragedia está servida: una buena barriga, poco pelo en la testa y el nuevo vecino que es un yogurín.
No todo está perdido. Nada de playa, nada de deporte, nada de actividad que nos obligue al exhibicionismo. Tertulias elevadas en torno a una buena mesa con buen vino, y gente de la talla 46 o más, ¿hombre no? En esos foros se dice uno así mismo: lo importante no es el aspecto físico, sino lo que uno lleva dentro. A veces puede servir de consuelo, pero cuando uno dentro no tiene nada más que grasa por comilón y sedentario, y no buenas ideas ni sentimientos, la cosa se pone cuesta arriba.
La prueba de la ducha es la definitiva, y la báscula del cuarto de baño que miente más que la de la farmacia es el notario definitivo. La barriga ya es uno mismo. Sólo queda el salvavidas de la salud, y entonces debemos elegir. Si la decisión es la de entablar hostilidades frente a nuestra inseparable barriga, comenzaremos de la mano del médico nuestra mayor batalla contra nosotros mismos. Las tribulaciones de la barriga se convertirán en las propias. Y además sin pelo. O sea.
La barriga que se hereda debemos excluirla de nuestro análisis. Qué van a hacer las personas con ancestros de gran talla, pues eso. A lo que vamos, es a la barriga que uno se va currando en el tiempo. Lo que empieza por ser motivo de comentarios jocosos con la mujer, termina por ser pesada realidad. Uno cree que el enemigo es débil y lo minusvalora. Unos días sin pan y otros sin cerveza y quedará neutralizada. O mejor, engraso mi bicicleta, arreglo mi raqueta de tenis o llamo a mis viejos roqueros del futbito y pasa la dichosa a mejor vida. Ahora que uno se lo ha ganado, que visita restaurantes sin manteles de papel, pide la carta de vinos y le pone la cocina creativa, no va a poder lucir palmito por los dichosos kilos de más.
Entonces pasa que puede ganarse en las primeras escaramuzas alguna batalla, pero el enemigo nos aguarda, porque lo llevamos encima, y nada. Va uno a su tienda de camisas a medida y que le deben cambiar el tema, porque parece una camisa de fuerza la que resulta con los centímetros de antaño. Pero lo que es peor, se mosquea con la niña que nos rebate que nuestra talla de pantalones no es la 42, sino la 46.
Claro llega el verano, y la cosa se pone fea. Si en la universidad los abdominales eran unos de sus mejores aliados para el periodo estival, ahora a uno le han abandonado. Pero la cosa se pone peor, cuando a esa realidad que uno ni nombra se le suma la pérdida de pelo por su puesto en la cabeza. Se pone uno a pensar, y hacía ya tiempo que el peluquero no le decía nada de su hermoso pelo, y su mujer no le compraba ya gomina. La tragedia está servida: una buena barriga, poco pelo en la testa y el nuevo vecino que es un yogurín.
No todo está perdido. Nada de playa, nada de deporte, nada de actividad que nos obligue al exhibicionismo. Tertulias elevadas en torno a una buena mesa con buen vino, y gente de la talla 46 o más, ¿hombre no? En esos foros se dice uno así mismo: lo importante no es el aspecto físico, sino lo que uno lleva dentro. A veces puede servir de consuelo, pero cuando uno dentro no tiene nada más que grasa por comilón y sedentario, y no buenas ideas ni sentimientos, la cosa se pone cuesta arriba.
La prueba de la ducha es la definitiva, y la báscula del cuarto de baño que miente más que la de la farmacia es el notario definitivo. La barriga ya es uno mismo. Sólo queda el salvavidas de la salud, y entonces debemos elegir. Si la decisión es la de entablar hostilidades frente a nuestra inseparable barriga, comenzaremos de la mano del médico nuestra mayor batalla contra nosotros mismos. Las tribulaciones de la barriga se convertirán en las propias. Y además sin pelo. O sea.
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