“Ahí no”, le gritó primero Luis Miguel Dominguín, y segundos después su cuadrilla. Yo estaba junto a Guillermo, su mozo de espadas.¿Qué hora sería? No hacía el calor de las cinco y media de la tarde, cuando comenzó la corrida.
Llevaba todo el día con él. No madrugó. Estrenó ese día pasadas las once y media de la mañana. El maestro estaba más flaco de lo habitual. Su rostro seguía siendo serio, frío, el habitual. Esa mañana parecía más apesadumbrado.
Estaba en la habitación 42 del Hotel Cervantes, a pocos pasos de la plaza.
Camará había estado en el sorteo de los lotes. Las calles estaban engalanadas. En esa ciudad minera festejaban en el final caluroso de Agosto a su patrón San Agustín. La corrida venía terciada. El lote que le había correspondido en suerte incluía un toro chico. Finalmente pudo asignarse a Gitanillo de Triana. A cambio, un mihura mayor, negro entrepelado, bragado.
Qué mal año estaba siendo el 1947. Llegué en la primavera a España. Desde que tomé la alternativa en México el 26 de Febrero de 1946, mi vida había cambiado. Mis sueños se habían cumplido y…
Guillermo me dijo un día: “torea todo lo que puedas, ahorra y vente para España”. “Te podremos facilitar las cosas”, me decía Camará. El maestro, el “monstruo”, me tenía gran afecto. Todos me llamaban Boni, pero él siempre se dirigía a mi por mi nombre y apellido, Rafael Pérez. Qué bien sonaba en sus labios, con su acento cordobés. Rafael Pérez esto, Rafael Pérez lo otro.
Mi triunfo en España, entre otras cosas, podía significar mi billete de vuelta a mi querida tierra en olor de multitudes. ¡Los toreros necesitamos tanto el triunfo!
Desde mi llegada, había toreado poco en plazas importantes. Me decían que no desesperara. Mi toreo era muy profundo, hondo. En España estaban acostumbrados a mi compatriota Carlos Arruza, y claro. Él dominaba casi todas las suertes. Su toreo era muy vistoso, se adornaba mucho. Los tendidos enloquecían cuando tiraba de repertorio y realizaba el teléfono. Jamás pensó cuando por primera vez mostró su “teléfono” en la cara del toro que iba a gustar tanto al público. Me decían: “tranquilo chaval, sigue aprendiendo. Tus compatriotas Luis Procura, Lorenzo Garza, Arturo Álvarez, Silverio Pérez, Luis Castro “El Soldado”, también empezaron así”. Yo me callaba y a lo mío. Qué remedio. Agradecía que me compararan en muchas ocasiones con Silverio Pérez. Le tenía una consideración especial. Un tentadero, una plaza menor. Eso sí, fiel a mi estilo.
Tengo en mi memoria la tarde del 9 de Diciembre del año 1945, cuando por primera vez el “monstruo”, como le llamaban a mi querido maestro, toreó en México. ¡Le esperábamos tanto! La pasión se desbordó ante su primera tarde en mi tierra. A pesar de los precios altísimos, estuve haciendo cola durante tres días para conseguir una entrada. La expectación creada no tenía antecedente. Se lidiaban toros de Torrecilla, para el maestro, Silverio Pérez y Eduardo Solorza. Silverio en esa temporada era el ídolo nacional y confirmaba su alternativa. Eduardo Solorza estaba a punto de retirarse. Recuerdo que en los tendidos estaban María Félix y Sofía Álvarez. O sea. En esa corrida, decidí de una vez por todas ser matador de toros. No podía ser otra cosa, mis dudas se disiparon. Pensaba en tardes de gloria y triunfo. La alternativa al triunfo era la enfermería. Eso sentimos todos los toreros auténticos. Quería ser un torero con todas sus letras.
Llenábamos la plaza 35.000 personas. Antes de comenzar la corrida se obligó a saludar desde el tercio al diestro español. Éste amablemente invitó a sus compañeros de lidia también a saludar. El “monstruo” recibió a su primer toro con lances de capa ajustados y vistosos. Tuvo la delicadeza de brindar la muerte de su primer toro en México a todo el coso. Comenzó su faena de muleta con la derecha. Se encontraba a gusto con el astado de Torrecilla. La intensidad de la faena subió muchos enteros cuando se echó la muleta a la mano izquierda. Su mejor aliada. Finalmente se adornó de tres manoletinas de infarto, mirando al tendido, pisando las prendas arrojadas al ruedo por las personas que querían adelantarse a celebrar la magistral faena. Es verdad que las manoletinas las introdujo Victoriano de la Serna, pero nadie como el maestro las interpretaba mejor. Entró a matar raudo y veloz, y dejó media estocada en su sitio. El toro rodó rápidamente. Dos orejas y el rabo fue su premio. Dio la vuelta al ruedo y se despidió con un ramo de flores. Le hicieron numerosas fotos en ese momento. Esas instantáneas dieron la vuelta al mundo. Todos esperábamos su segunda faena. Con el debido respeto a mis compatriotas. En el primer lance de su segundo toro recibió una cornada profunda. Gracias a Dios, que fue intervenido por los dos magníficos cirujanos taurinos el Dr.Ibarra y el Dr.Rojo de la Vega. Ese hecho revistió de más grandeza, si cabe, la primera comparecencia del maestro en mi país. Triunfo regado con sangre. Se podía pedir más autenticidad.
Estuvo veinte días de convalecencia. ¡Cómo se le esperaba! Ese año, de 1945 había sido magnífico para él, había toreado en 71 corridas en España, y era un ídolo nacional.
Me dije: si voy a ser torero, el año que viene la alternativa en mi tierra tiene que venir de manos del maestro cordobés. Todos los días entrenaba con tesón, y por las noches me encomendaba al Cristo de los Faroles y a la Virgen de los Dolores, como él.
El “tormento” como le decía el “monstruo” a Silverio Pérez, por el pasodoble “Tormento de las mujeres”, me ayudó mucho a que creciera como hombre y como torero. Gran torero, gran persona. No podía fallar.
Ninguno me falló y cumplí mi sueño.
Ese año de 1947, mi primero en España, había sido atípico para mi mentor en España. Al principio dije que estaba siendo muy malo. Claro. Comenzó en Barcelona el 22 de Junio. Tuvo un contratiempo en la corrida de la Beneficencia el pasado 16 de Julio en Madrid, ya que fue corneado en la pierna izquierda por un toro de Bohórquez. La herida cicatrizó pronto. La que tenía abierta era la de su corazón. Después de regresar de su última temporada en México, Lupe Sino, mi querida compatriota, no estaba a su lado. Doña Angustias, su madre, Camará, su apoderado y Guillermo, su mozo de espadas, estaban más aliviados por este hecho. La verdad es que el que no está aliviado era el maestro.
Estuve todo el mes de Agosto con ellos, casi como uno más de su cuadrilla. La verdad que era una buena escuela para mi, a la vez que una magnífica carta de presentación en estas tierras tan queridas por mi. El 16 toreó en San Sebastián con Gitanillo de Triana, y su aspecto reflejaba mucha fatiga y el público no se lo perdonó. En Gijón estuvimos el 24, y no le gustó que le hicieran unas fotos despeinado. Muy raro en él. El día 26 toreó en Santander. Allí ocurrió un hecho gracioso. Lo fotografiaron en color por primera vez en un patio de cuadrillas. La verdad que salió retratado con un rostro demasiado serio.
Era un secreto a voces. El maestro deseaba que llegara Octubre para tomar la decisión de su retirada. En San Sebastián, se lo reconoció a Matías Prats. El periodista comentó que no era sólo preocupante su cansancio físico, sino el emocional. El destino no le tenía preparado una vida fácil y feliz ni en la cima de su carrera. Su desarrollado sentido de la responsabilidad y exigencia le estaba pasando factura. Quería pisar los terrenos que nadie pisaba. Además con todos los toros. La verdad que el coste era muy alto.
De esta forma se vistió de rosa pálido, en esa tarde calurosa en tierras jienenses. Le acompañaban Gitanillo de Triana, como en tantas tarde, y el ciclón de Luis Miguel Dominguín. Severo envite para un hombre en sus horas más bajas.
Los comienzos de la corrida pasaron prácticamente inadvertidos. El maestro en su primer toro lo mató. Y no fue poco. Dominguín, en el primero de su lote cortó una oreja. Esa maldita oreja obligó mucho al “monstruo”. Debía agradar en su segundo toro. Un torero de raza no se arruga ante el desafío. Así salió Islero, ese mihura que desde un principio no le gustó a Camará.
La relación del maestro con su apoderado era especial. Excedía con creces el terreno profesional. Se conocieron hacía muchos años. En el año 1937 llamaron a filas al diestro cordobés, en plena guerra civil española. Camará en aquella época toreaba y organizaba también festejos, a los cuales invitó al maestro. Torearon juntos. Comienza a apoderarlo porque se lo pidió doña Angustias. Habían invitado a torear al joven diestro cordobés a Salamanca, y su madre pidió a Camará que lo acompañara. Desde ahí, no han vuelto a separarse. Su apoderado era su amigo, su confidente, su hermano. Tenían un lenguaje especial para comunicarse en las corridas.
Camará al iniciar la faena de muleta a su segundo toro le dijo al diestro cordobés: “echa la muleta abajo”. Los que conocíamos ese lenguaje, sabíamos que le estaba diciendo que ese toro no le gustaba.
No hizo mucho caso el maestro. Debía demostrar su poderío y pundonor. Quería plantarle cara a Dominguín, y recordarle a la gente quién era él.
En el callejón estaba también su amigo el rejoneador Domecq y estaba comentando que el toro era malo por el lado derecho. Soltaba derrotes contínuamente. Pero el maestro estaba abusando de la muleta. Llegando incluso a cansar. Todo el mundo le pedía que matara a Islero de una vez.
Se decidió por fin. Para alivio de todos. El terreno que eligió para dar muerte al mihura no nos gustó mucho. “Ahí no”, le gritó primero Luis Miguel Dominguín.
Entró a matar muy despacio, nada ligero. En la suerte contraria y recreándose en la misma. El pitón derecho traicionero de Islero prendió al diestro por el muslo derecho, casi por la ingle.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. No reaccioné. Tras unos breves instantes, salté al ruedo con Guillermo y recogimos del albero al maestro herido. Inicialmente equivocamos el recorrido a la enfermería. Una vez allí, el Dr. Garrido comenzó a atenderle. La hemorragia era muy profusa. El gentío que había en la enfermería era tan grande, que casi no se podía respirar. Yo decidí salirme para dirigirme a la capilla de la plaza. Mis oraciones podían ser la mejor ayuda que podía ofrecer en esos trágicos momentos. Recuerdo a Domecq pidiendo a gritos que lo dejaran entrar en la enfermería. Era su amigo y quería ayudarle.
Finalizó la corrida, y no había finalizado la intervención. Con menos gente me acerqué a la enfermería y pude hablar con Camará. Me puse a llorar. Él me tranquilizó, me comento que el doctor lo había operado bien, aunque había perdido mucha sangre. De hecho le habían puesto una transfusión de sangre, de un tal cabo Sánchez, de la Policía Armada. Parece que había aparecido algún signo de rechazo a esa sangre, pero no era preocupante. Me pidió que no me fuera de allí. Deberíamos trasladar en camilla al maestro. Se había decidido tras la intervención que recibiera más cuidados en el Hospital de los Marqueses de Linares. Allí existían plenas garantías para una correcta atención del maestro. Así hice. Permanecí allí durante unos minutos más y ayudé a mover al maestro en la camilla. Triste honor.
Supe después que ese hospital fue inaugurado el mismo año en el que nació el diestro cordobés, en el 1917. Casualidades de la vida.
Supimos que Dominguín había llamado a su médico de confianza el Doctor Tamames. Todos querían ayudar.
Fue ingresado en el hospital en su habitación número 18. Número par como la del hotel “Cervantes”, de la que había salido sano sólo hacía unas horas.
Llegó el Dr.Tamames, y habló con el Dr. Garrido. Reconocieron al herido. Se le habían puesto dos transfusiones más de sangre. Aproximadamente 700 cc. La donó un matador de toros retirado, Parrado. Ya digo, todos querían ayudar. El cuerpo del maestro había agradecido aquellas transfusiones pero alertaron a los doctores a propósito de cierto rechazo leve a las mismas. El Dr.Tamames tras su exploración física comprobó que el herido había perdido mucha sangre, y que su tensión arterial era tan baja que hacía peligrar la estabilidad del enfermo. Propuso ponerle plasma para elevar la tensión arterial y evitar posibles rechazos a sangre por los antecedentes previos.
Todos los que estábamos allí presentíamos la tragedia. Los rostros de los doctores parecían que la anunciaban. Pero nadie abría la boca, si acaso para rezar, o para preguntar que por donde venía doña Angustias. Como es natural, la habían llamado.
Se iba a empezar a canalizar la vena para introducirle el plasma cuando el maestro dijo: “no veo, no veo, qué dolor de riñones”. Posteriormente expiró.
Eran las cinco de la madrugada del día 29 de Agosto de 1947, y en la habitación número 18 del Hospital de los Marqueses de Linares había fallecido Manuel Rodríguez “Manolete”.
“Manolete”, califa del toreo, que lidió siempre con la capa pegada, que comenzaba sus faenas con unos estatuarios, prodigio de la economía de movimientos, que hizo del toreo en redondo su gran hallazgo, y de la mano izquierda su gran aliada, que culminaba siempre certeramente con el acero, nos había dejado. Clarito decía de él que toreaba como los que no mataban, y mataba como los que no toreaban.
Lloré mucho su muerte. Comprobé después que también fue la mía.
El entierro fue multitudinario, en su Córdoba natal. Se le paseó a hombros bajo una lluvia de flores.
Acudí con frecuencia al cementerio de la Salud, donde reposaban sus restos en mis últimas semanas en España. No encontré consuelo en mucho tiempo.
Antes de partir a mi tierra en ese mi primer año en España, gracias a la generosidad de Guillermo, pasé a despedirme del maestro, del hombre.
Pude leerle unos versos que Pemán le había dedicado y que ya siempre me acompañan:
“ Hay que estar ante su muerte
como él ante los toros,
elegante y sereno”
Llevaba todo el día con él. No madrugó. Estrenó ese día pasadas las once y media de la mañana. El maestro estaba más flaco de lo habitual. Su rostro seguía siendo serio, frío, el habitual. Esa mañana parecía más apesadumbrado.
Estaba en la habitación 42 del Hotel Cervantes, a pocos pasos de la plaza.
Camará había estado en el sorteo de los lotes. Las calles estaban engalanadas. En esa ciudad minera festejaban en el final caluroso de Agosto a su patrón San Agustín. La corrida venía terciada. El lote que le había correspondido en suerte incluía un toro chico. Finalmente pudo asignarse a Gitanillo de Triana. A cambio, un mihura mayor, negro entrepelado, bragado.
Qué mal año estaba siendo el 1947. Llegué en la primavera a España. Desde que tomé la alternativa en México el 26 de Febrero de 1946, mi vida había cambiado. Mis sueños se habían cumplido y…
Guillermo me dijo un día: “torea todo lo que puedas, ahorra y vente para España”. “Te podremos facilitar las cosas”, me decía Camará. El maestro, el “monstruo”, me tenía gran afecto. Todos me llamaban Boni, pero él siempre se dirigía a mi por mi nombre y apellido, Rafael Pérez. Qué bien sonaba en sus labios, con su acento cordobés. Rafael Pérez esto, Rafael Pérez lo otro.
Mi triunfo en España, entre otras cosas, podía significar mi billete de vuelta a mi querida tierra en olor de multitudes. ¡Los toreros necesitamos tanto el triunfo!
Desde mi llegada, había toreado poco en plazas importantes. Me decían que no desesperara. Mi toreo era muy profundo, hondo. En España estaban acostumbrados a mi compatriota Carlos Arruza, y claro. Él dominaba casi todas las suertes. Su toreo era muy vistoso, se adornaba mucho. Los tendidos enloquecían cuando tiraba de repertorio y realizaba el teléfono. Jamás pensó cuando por primera vez mostró su “teléfono” en la cara del toro que iba a gustar tanto al público. Me decían: “tranquilo chaval, sigue aprendiendo. Tus compatriotas Luis Procura, Lorenzo Garza, Arturo Álvarez, Silverio Pérez, Luis Castro “El Soldado”, también empezaron así”. Yo me callaba y a lo mío. Qué remedio. Agradecía que me compararan en muchas ocasiones con Silverio Pérez. Le tenía una consideración especial. Un tentadero, una plaza menor. Eso sí, fiel a mi estilo.
Tengo en mi memoria la tarde del 9 de Diciembre del año 1945, cuando por primera vez el “monstruo”, como le llamaban a mi querido maestro, toreó en México. ¡Le esperábamos tanto! La pasión se desbordó ante su primera tarde en mi tierra. A pesar de los precios altísimos, estuve haciendo cola durante tres días para conseguir una entrada. La expectación creada no tenía antecedente. Se lidiaban toros de Torrecilla, para el maestro, Silverio Pérez y Eduardo Solorza. Silverio en esa temporada era el ídolo nacional y confirmaba su alternativa. Eduardo Solorza estaba a punto de retirarse. Recuerdo que en los tendidos estaban María Félix y Sofía Álvarez. O sea. En esa corrida, decidí de una vez por todas ser matador de toros. No podía ser otra cosa, mis dudas se disiparon. Pensaba en tardes de gloria y triunfo. La alternativa al triunfo era la enfermería. Eso sentimos todos los toreros auténticos. Quería ser un torero con todas sus letras.
Llenábamos la plaza 35.000 personas. Antes de comenzar la corrida se obligó a saludar desde el tercio al diestro español. Éste amablemente invitó a sus compañeros de lidia también a saludar. El “monstruo” recibió a su primer toro con lances de capa ajustados y vistosos. Tuvo la delicadeza de brindar la muerte de su primer toro en México a todo el coso. Comenzó su faena de muleta con la derecha. Se encontraba a gusto con el astado de Torrecilla. La intensidad de la faena subió muchos enteros cuando se echó la muleta a la mano izquierda. Su mejor aliada. Finalmente se adornó de tres manoletinas de infarto, mirando al tendido, pisando las prendas arrojadas al ruedo por las personas que querían adelantarse a celebrar la magistral faena. Es verdad que las manoletinas las introdujo Victoriano de la Serna, pero nadie como el maestro las interpretaba mejor. Entró a matar raudo y veloz, y dejó media estocada en su sitio. El toro rodó rápidamente. Dos orejas y el rabo fue su premio. Dio la vuelta al ruedo y se despidió con un ramo de flores. Le hicieron numerosas fotos en ese momento. Esas instantáneas dieron la vuelta al mundo. Todos esperábamos su segunda faena. Con el debido respeto a mis compatriotas. En el primer lance de su segundo toro recibió una cornada profunda. Gracias a Dios, que fue intervenido por los dos magníficos cirujanos taurinos el Dr.Ibarra y el Dr.Rojo de la Vega. Ese hecho revistió de más grandeza, si cabe, la primera comparecencia del maestro en mi país. Triunfo regado con sangre. Se podía pedir más autenticidad.
Estuvo veinte días de convalecencia. ¡Cómo se le esperaba! Ese año, de 1945 había sido magnífico para él, había toreado en 71 corridas en España, y era un ídolo nacional.
Me dije: si voy a ser torero, el año que viene la alternativa en mi tierra tiene que venir de manos del maestro cordobés. Todos los días entrenaba con tesón, y por las noches me encomendaba al Cristo de los Faroles y a la Virgen de los Dolores, como él.
El “tormento” como le decía el “monstruo” a Silverio Pérez, por el pasodoble “Tormento de las mujeres”, me ayudó mucho a que creciera como hombre y como torero. Gran torero, gran persona. No podía fallar.
Ninguno me falló y cumplí mi sueño.
Ese año de 1947, mi primero en España, había sido atípico para mi mentor en España. Al principio dije que estaba siendo muy malo. Claro. Comenzó en Barcelona el 22 de Junio. Tuvo un contratiempo en la corrida de la Beneficencia el pasado 16 de Julio en Madrid, ya que fue corneado en la pierna izquierda por un toro de Bohórquez. La herida cicatrizó pronto. La que tenía abierta era la de su corazón. Después de regresar de su última temporada en México, Lupe Sino, mi querida compatriota, no estaba a su lado. Doña Angustias, su madre, Camará, su apoderado y Guillermo, su mozo de espadas, estaban más aliviados por este hecho. La verdad es que el que no está aliviado era el maestro.
Estuve todo el mes de Agosto con ellos, casi como uno más de su cuadrilla. La verdad que era una buena escuela para mi, a la vez que una magnífica carta de presentación en estas tierras tan queridas por mi. El 16 toreó en San Sebastián con Gitanillo de Triana, y su aspecto reflejaba mucha fatiga y el público no se lo perdonó. En Gijón estuvimos el 24, y no le gustó que le hicieran unas fotos despeinado. Muy raro en él. El día 26 toreó en Santander. Allí ocurrió un hecho gracioso. Lo fotografiaron en color por primera vez en un patio de cuadrillas. La verdad que salió retratado con un rostro demasiado serio.
Era un secreto a voces. El maestro deseaba que llegara Octubre para tomar la decisión de su retirada. En San Sebastián, se lo reconoció a Matías Prats. El periodista comentó que no era sólo preocupante su cansancio físico, sino el emocional. El destino no le tenía preparado una vida fácil y feliz ni en la cima de su carrera. Su desarrollado sentido de la responsabilidad y exigencia le estaba pasando factura. Quería pisar los terrenos que nadie pisaba. Además con todos los toros. La verdad que el coste era muy alto.
De esta forma se vistió de rosa pálido, en esa tarde calurosa en tierras jienenses. Le acompañaban Gitanillo de Triana, como en tantas tarde, y el ciclón de Luis Miguel Dominguín. Severo envite para un hombre en sus horas más bajas.
Los comienzos de la corrida pasaron prácticamente inadvertidos. El maestro en su primer toro lo mató. Y no fue poco. Dominguín, en el primero de su lote cortó una oreja. Esa maldita oreja obligó mucho al “monstruo”. Debía agradar en su segundo toro. Un torero de raza no se arruga ante el desafío. Así salió Islero, ese mihura que desde un principio no le gustó a Camará.
La relación del maestro con su apoderado era especial. Excedía con creces el terreno profesional. Se conocieron hacía muchos años. En el año 1937 llamaron a filas al diestro cordobés, en plena guerra civil española. Camará en aquella época toreaba y organizaba también festejos, a los cuales invitó al maestro. Torearon juntos. Comienza a apoderarlo porque se lo pidió doña Angustias. Habían invitado a torear al joven diestro cordobés a Salamanca, y su madre pidió a Camará que lo acompañara. Desde ahí, no han vuelto a separarse. Su apoderado era su amigo, su confidente, su hermano. Tenían un lenguaje especial para comunicarse en las corridas.
Camará al iniciar la faena de muleta a su segundo toro le dijo al diestro cordobés: “echa la muleta abajo”. Los que conocíamos ese lenguaje, sabíamos que le estaba diciendo que ese toro no le gustaba.
No hizo mucho caso el maestro. Debía demostrar su poderío y pundonor. Quería plantarle cara a Dominguín, y recordarle a la gente quién era él.
En el callejón estaba también su amigo el rejoneador Domecq y estaba comentando que el toro era malo por el lado derecho. Soltaba derrotes contínuamente. Pero el maestro estaba abusando de la muleta. Llegando incluso a cansar. Todo el mundo le pedía que matara a Islero de una vez.
Se decidió por fin. Para alivio de todos. El terreno que eligió para dar muerte al mihura no nos gustó mucho. “Ahí no”, le gritó primero Luis Miguel Dominguín.
Entró a matar muy despacio, nada ligero. En la suerte contraria y recreándose en la misma. El pitón derecho traicionero de Islero prendió al diestro por el muslo derecho, casi por la ingle.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. No reaccioné. Tras unos breves instantes, salté al ruedo con Guillermo y recogimos del albero al maestro herido. Inicialmente equivocamos el recorrido a la enfermería. Una vez allí, el Dr. Garrido comenzó a atenderle. La hemorragia era muy profusa. El gentío que había en la enfermería era tan grande, que casi no se podía respirar. Yo decidí salirme para dirigirme a la capilla de la plaza. Mis oraciones podían ser la mejor ayuda que podía ofrecer en esos trágicos momentos. Recuerdo a Domecq pidiendo a gritos que lo dejaran entrar en la enfermería. Era su amigo y quería ayudarle.
Finalizó la corrida, y no había finalizado la intervención. Con menos gente me acerqué a la enfermería y pude hablar con Camará. Me puse a llorar. Él me tranquilizó, me comento que el doctor lo había operado bien, aunque había perdido mucha sangre. De hecho le habían puesto una transfusión de sangre, de un tal cabo Sánchez, de la Policía Armada. Parece que había aparecido algún signo de rechazo a esa sangre, pero no era preocupante. Me pidió que no me fuera de allí. Deberíamos trasladar en camilla al maestro. Se había decidido tras la intervención que recibiera más cuidados en el Hospital de los Marqueses de Linares. Allí existían plenas garantías para una correcta atención del maestro. Así hice. Permanecí allí durante unos minutos más y ayudé a mover al maestro en la camilla. Triste honor.
Supe después que ese hospital fue inaugurado el mismo año en el que nació el diestro cordobés, en el 1917. Casualidades de la vida.
Supimos que Dominguín había llamado a su médico de confianza el Doctor Tamames. Todos querían ayudar.
Fue ingresado en el hospital en su habitación número 18. Número par como la del hotel “Cervantes”, de la que había salido sano sólo hacía unas horas.
Llegó el Dr.Tamames, y habló con el Dr. Garrido. Reconocieron al herido. Se le habían puesto dos transfusiones más de sangre. Aproximadamente 700 cc. La donó un matador de toros retirado, Parrado. Ya digo, todos querían ayudar. El cuerpo del maestro había agradecido aquellas transfusiones pero alertaron a los doctores a propósito de cierto rechazo leve a las mismas. El Dr.Tamames tras su exploración física comprobó que el herido había perdido mucha sangre, y que su tensión arterial era tan baja que hacía peligrar la estabilidad del enfermo. Propuso ponerle plasma para elevar la tensión arterial y evitar posibles rechazos a sangre por los antecedentes previos.
Todos los que estábamos allí presentíamos la tragedia. Los rostros de los doctores parecían que la anunciaban. Pero nadie abría la boca, si acaso para rezar, o para preguntar que por donde venía doña Angustias. Como es natural, la habían llamado.
Se iba a empezar a canalizar la vena para introducirle el plasma cuando el maestro dijo: “no veo, no veo, qué dolor de riñones”. Posteriormente expiró.
Eran las cinco de la madrugada del día 29 de Agosto de 1947, y en la habitación número 18 del Hospital de los Marqueses de Linares había fallecido Manuel Rodríguez “Manolete”.
“Manolete”, califa del toreo, que lidió siempre con la capa pegada, que comenzaba sus faenas con unos estatuarios, prodigio de la economía de movimientos, que hizo del toreo en redondo su gran hallazgo, y de la mano izquierda su gran aliada, que culminaba siempre certeramente con el acero, nos había dejado. Clarito decía de él que toreaba como los que no mataban, y mataba como los que no toreaban.
Lloré mucho su muerte. Comprobé después que también fue la mía.
El entierro fue multitudinario, en su Córdoba natal. Se le paseó a hombros bajo una lluvia de flores.
Acudí con frecuencia al cementerio de la Salud, donde reposaban sus restos en mis últimas semanas en España. No encontré consuelo en mucho tiempo.
Antes de partir a mi tierra en ese mi primer año en España, gracias a la generosidad de Guillermo, pasé a despedirme del maestro, del hombre.
Pude leerle unos versos que Pemán le había dedicado y que ya siempre me acompañan:
“ Hay que estar ante su muerte
como él ante los toros,
elegante y sereno”
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