El problema del dolor humano
El dolor es un misterio universal e inevitable que sobrecoge y desconcierta al ser humano. Con frecuencia se proponen fórmulas más o menos anestésicas: resignación, escapismo, anulación de la voluntad. En casi ningún caso se resuelven las preguntas que todo hombre se hace: ¿Qué sentido tiene el sufrimiento? ¿Cómo se armoniza la realidad dolorosa con la bondad divina para aquellos que creen?
Los médicos nos acercamos al hombre, al enfermo, pero tampoco tenemos siempre todas las respuestas. Somos privilegiados espectadores, y a veces protagonistas, de los momentos en los que los hombres deben enfrentarse al dolor y al sufrimiento. Con frecuencia debemos volver la mirada a la verdadera condición y dignidad del hombre.
Uno de los escritores contemporáneos que han afrontado más lúcidamente el problema del dolor humano ha sido C.S. Lewis.
El escritor inglés escribió en 1940 su libro “El problema del dolor”. Su propósito era resolver el problema intelectual presentado al sufriente por el sufrimiento. Esta erudición intelectual del problema del dolor es una necesidad urgente para quien sufre, pues el doliente no sólo se duele de padecimientos físicos sino también de la misma conciencia del dolor como aporía, como callejón sin salida. Por eso la reflexión sobre el sentido del dolor resulta inevitable. Con todo Lewis observa con agudeza que una filosofía del dolor nunca podrá llegar a ser un analgésico adecuado para obviar al sufrimiento.
Tampoco la fe cristiana es para el creyente una especie de opio espiritual que le evite la experiencia lacerante del dolor. El dolor es siempre doloroso; es más la misma conciencia de la inevitabilidad del dolor duele a su vez. Lo único que el teólogo puede y debe proponerse en su discurso es inyectar en el dolor la esperanza.
Para un materialista, o un no creyente, el dolor es tan sólo un síntoma que hay que tratar de erradicar. Es decir, el problema del dolor se reduce a un problema técnico: encontrar remedios adecuados.
Por el contrario, la fe cristiana en un Dios bueno y omnipotente suscita el problema del dolor en sus términos más paradójicos.
Según desarrolla en su libro Lewis, el primer paso para comprender el enigma del dolor así planteado consiste en entender que la posibilidad del sufrimiento está implicada por el orden de la naturaleza y por la existencia de voluntades libres. Una reflexión seria sobre estas dos condiciones de posibilidad de dolor tiene una consecuencia trascendental e inquietante: la convicción de que el intento de excluir de raíz la posibilidad del sufrimiento llevaría a hacer imposible la vida humana.
En el contexto de la relevancia y el sentido que tiene el dolor en la salvación para los cristianos, Lewis escribe que el dolor actúa ante el entendimiento como despertador de que algo va mal en la vida humana: “El dolor no sólo es un mal inmediatamente reconocible, sino un mal imposible de ignorar”. Lewis observa que el dolor es uno de los vehículos más eficaces para que se despierte en el hombre la conciencia de la existencia de Dios; porque “el dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres, también nos habla mediante nuestra conciencia, pero en cambio grita en nuestros dolores, que son el megáfono que Él usa para hacer despertar a un mundo sordo”.
En este primer libro, Lewis todavía no ha sufrido en primera persona un dolor lacerante y desgarrador, y concluye que “cuando el dolor tiene que ser sufrido, un poco de valor ayuda más que mucho conocimiento; un poco de simpatía humana ayuda más que mucho valor, y el más leve rastro de amor de Dios es lo que ayuda más que cualquier otra cosa”.
La vida hace que posteriormente Lewis sufra en primera persona el zarpazo del dolor, y en 1961 publica “Una pena en observación”. El problema deja de ser un hecho intelectual y se transforma en el centro de su vida. La pérdida de su esposa se transforma en dolor hondo que invita a Lewis a escribir en las pocas páginas de este libro la reflexión de su desdicha, enfrentándose a todo lo que previamente había preconcebido, incluso a Dios, por su aparente ausencia en esos momentos tan difíciles.
Apuntes biográficos de Clive Staples Lewis
Clives Staples Lewis nació en Belfast en 1898. C.S. Lewis se educó en el Malvern College durante un año, y luego privadamente. Tres veces obtuvo un “First” en Oxford y fue “Fellow” y “Tutor” en el Magdalen College desde 1925 a 1954. En este último año fue nombrado “Professor” de Literatura Medieval y Renacentista en Cambridge. Como docente se hizo muy popular, y ejerció una profunda influencia en sus alumnos. Recordaba con frecuencia a sus alumnos “que leemos para saber que no estamos solos”.
Ateo durante muchos años, C.S. Lewis describió su conversión al cristianismo en su obra Surprised by Joy (Cautivado por la alegría) en 1955. Muchos críticos han cometido un error al creer que Lewis era católico, cuando siempre fue anglicano. Es verdad que compartía tertulia en un pub de Oxford, “Eagle and Child”, con católicos reconocidos, como el también escritor Tolkien. En el ambiente universitario de Oxford es todavía recordado, y existen identificados muchos de los lugares que frecuentaba el famoso profesor. En el mismo “Eagle and Child” se conservan algunas fotos de la tertulia en la que participaba semanalmente.
Dotado de una inteligencia excepcionalmente brillante y lógica, con un estilo claro y vivo, llegó a ser uno de los escritores más influyentes de nuestro tiempo. The screwtape letters (Cartas del demonio a su sobrino), Till we have faces (Mientras no tengamos rostro), The four loves (Los cuatro amores), El problema del Dolor, El Gran divorcio, un sueño, son algunas de sus obras más célebres. También escribió libros para niños (Crónicas de Narnia) y literatura fantástica (La Trilogía de Ransom), además de muchos trabajos de crítica literaria. Las traducciones de sus libros son conocidas por millones de personas en todo el mundo. Aunque Carmen Martín Gaite tradujo al español su libro “Una pena en observación” con brillantez, el filósofo José Luis del Barco es su mejor traductor en lengua española. La mayoría de sus traducciones se encuentran en la editorial Rialp, que ha publicado prácticamente toda su obra, incluido “El problema del dolor”.
C.S. Lewis es un autor enmarcado dentro de la rica tradición de apologistas cristianos del mundo anglosajón de los dos últimos siglos, junto con Chersterton, Belloc, Knox y Sayers, por citar algunos. Su obra fue muy popular, y como señala uno de sus mejores críticos, H. Hyslop, “a pesar de sus defectos, Lewis hizo más que otros muchos al esforzarse en explicar la herencia cristiana a una generación mal instruida y equivocada”.
Pocos escritores tienen el honor de ser citados habitualmente por pensadores de la talla de Josef Pieper, Robert Spaemann o el propio Cardenal Ratzinger, actual Santo Padre “Benedicto XVI”.
Sus escritos muestran una ortodoxia casi general, aunque queda patente su formación anglicana y sus prejuicios contra el catolicismo, como señalan los hermanos Odero, autores de uno de los mejores estudios completos y sistemáticos de Lewis. Estos autores destacan la hondura del pensamiento del profesor inglés, así como la elegancia de su estilo, su rica imaginación y su afilado sentido del humor.
No entenderíamos la vida de C.S. Lewis si no conociéramos su relación con la poetisa norteamericana de origen judío, Helen Joy Gresham. Ella se convirtió al cristianismo influida en gran medida por las obras de Lewis. Tras varios años de relación epistolar, Joy visitó por primera vez a Lewis en 1952. Al año siguiente, tras divorciarse de su marido alcohólico, el también escritor William Gresham, Joy se instaló definitivamente en Inglaterra con sus dos hijos.
Desde ese momento, el trato entre Joy y Lewis se intensificó, sin salirse inicialmente de una mera amistad entre escritores. En 1956 le diagnosticaron a Joy un grave cáncer óseo. Lewis aceptó entonces un singular matrimonio civil de conveniencia para que Joy pudiera obtener la nacionalidad británica. Poco a poco, el inteligente y soltero profesor de Oxford, que vivía con su hermano, se dio cuenta que estaba verdaderamente enamorado de la poetisa norteamericana. Así, el 21 de Marzo de 1957 se casaron canónicamente en la habitación del hospital donde estaba ingresada Joy. Por aquel entonces, Lewis tenía 59 años y Joy 42.
Joy se recuperó momentáneamente gracias a la radioterapia, y vivió con sus dos hijos en la casa de Lewis en Oxford, e incluso hizo con él un viaje a Grecia en la primavera de 1960. Fueron años muy felices para ambos. Al poco tiempo de su regreso del país heleno, Joy volvió a recaer y, finalmente murió tres meses después.
C.S. Lewis murió en su casa de Oxford el 22 de Noviembre de 1963, poco tiempo después de la partida de su amada.
Experiencia del dolor y reflexión teológica
Veinte años después de publicar su ensayo “El problema del dolor”, Lewis tuvo la oportunidad de experimentar vivamente de modo nuevo y diferente el perenne carácter enigmático que presenta siempre el dolor sufrido en presente y primera persona. Esta experiencia quedó plasmada en el diario espiritual que Lewis escribió a raíz de la muerte de su esposa Joy.
Este diario, publicado en 1961 con el título “Una pena en observación”, es también una reflexión sobre el problema del sufrimiento humano; sólo que entonces Lewis estaba constituido él mismo en sufriente de un modo especial. Con todo, en medio de su intenso dolor, Lewis intenta reflexionar sobre su propia situación: “Cada día no sólo vivo en pena, sino pensando lo que es vivir en pena”.
Lewis trata de mitigar su dolor por el procedimiento de objetivarlo, pero se da cuenta de que ello no es posible: no existe una estrategia para que el dolor no duela, porque la subjetividad doliente no es capaz de autoobjetivarse adecuadamente. Lo único que está en sus manos es tratar de dar sentido al dolor que necesariamente ha de ser padecido.
Lo primero que Lewis descubre en su reflexión es que el sufrimiento ha hecho tambalearse sus convicciones teológicas más profundas, de modo que el sentido de su dolor no se le aparece inmediatamente como algo dado.
A pesar de ser creyente y de haber escrito un ensayo clarividente sobre “El problema del dolor”, Lewis descubre, ante el dolor por la muerte de su mujer, que su antigua teorización sobre el dolor ha quedado existencialmente inerte y que ya no le es de utilidad. Lewis comprende que tiene que replantearse de nuevo todo el problema desde su presente situación.
Ahora experimenta el dolor como miedo, como tedio y también como rebeldía frente a Dios. El sufrimiento ha convertido su vida en un “callejón angosto” y en un sinsentido. El dolor tiñe la vida con una sensación de permanente provisionalidad: “Antes nunca llegaba a tiempo para nada, ahora no hay nada más que tiempo, tiempo en estado casi puro, una vacía continuidad”.
Tras sus primeros desahogos Lewis cobra cierta autoconciencia de su estado. Entonces cae en la cuenta de que el orden de su pensamiento doliente se ha dirigido primero a él mismo, luego a su mujer y sólo finalmente ha pensado en Dios. Ahora bien, desde su fe cristiana comprende que ese ordenamiento de su atención es “justo lo que no debe ser”. Disfrazado de altruismo, su dolor era esencialmente egoísta.
La constatación de su egoísmo le lleva a percibir de forma notablemente diferente su situación espiritual: “Mi pensamiento, cuando se vuelve hacia Dios, ya no se encuentra con aquella puerta de cerrojo echado”.
En las entradas posteriores de su diario íntimo se impone ya la mente lógica y cristiana de Lewis. Entonces descubre que el intenso dolor que sufre el ser humano lleva a comprender de una forma nueva a Dios y a sí mismo.
Lo único que podemos hacer con el dolor es aguantarlo, remediarlo, aunque la experiencia del sufrimiento es distinta cuando el sujeto advierte que tiene un sentido.
Los dilemas que en medio del sufrimiento planteamos a Dios no nos son contestados, porque son preguntas sin respuestas: “Es una forma especial de decir no hay contestación. No es la puerta cerrada. Es más bien como una mirada silenciosa y en realidad no exenta de compasión. Como si Dios moviese la cabeza, no a manera de rechazo sino esquivando la cuestión. Como diciendo: cállate, hijo, que no entiendes”.
Este segundo libro completa de una forma precisa el itinerario que Lewis realiza junto al dolor y el sufrimiento.
El gran filósofo español Julián Marías escribe que “C.S. Lewis es, sin duda, el que prefiero entre los autores británicos del siglo XX… Y acaso llegó en estas páginas al fondo de sí mismo, y no es casual, porque en ellas entra en últimas cuentas con quien había sido y era todavía, en la radical experiencia del amor, el sufrimiento y la esperanza”.
Tierras de penumbra, la película
La historia intensa y romántica entre los dos escritores, Lewis y Joy, fue convertida en guión cinematográfico por William Nicholson, a partir de un trabajo suyo para la televisión británica, más tarde convertido en obra de teatro. En su adaptación, que optó por el Oscar, Nicholson se tomó algunas licencias. Por ejemplo, sólo aparecía uno de los dos hijos de Joy, Douglas, y no se cita el viaje que realiza con su marido a Grecia, ni la controversia entre el obispo anglicano de Oxford y Lewis por su matrimonio con una divorciada. No aparecen tampoco sus tertulias literarias en extenso junto con su amigo católico Tolkien.
La película llevó por nombre original “Shadowlands”. Fue dirigida por Richard Attemborough y fue presentada en 1993. El director llevó a cabo una primorosa puesta en escena, de ritmo apacible, que permitía una sólida definición de caracteres y ambientes. Evitó con decisión la tendencia al exceso melodramático propio de la historia, a través de un punto de vista en el que la reflexión dominaba siempre sobre el sentimentalismo.
En el aspecto formal, Attenborough jugó con acierto la baza de la humildad, dejando que su cámara dejara en todo momento que se lucieran los actores y resplandecieran con luz propia los diálogos. El premio fue que sus encuadres y movimientos de cámara, así como su cuidado envoltorio fotográfico, de la mano de Roger Pratt, y musical, obra de George Fenton, acabaron revelando su perfección técnica y su hondura artística.
Era muy difícil abarcar plenamente la rica personalidad de Lewis, pero su talla humana e intelectual quedó patente en la película. En este sentido, la sutilísima y contenida caracterización de sir Anthony Hopkins en el papel del escritor inglés resulta magistral. Como lo es también la de Debra Winger, en el papel de Joy, que le valió una candidatura al Oscar a la mejor actriz.
A los expertos en Lewis, quizá la película le supo a poco, pero no podemos negar que el largometraje de Attenborough no sólo consiguió mostrar al gran público la relevancia del escritor inglés, sino que realizó una auténtica obra de arte.
El dolor de amar, a modo de epílogo
En 1960, tras el enlace entre Lewis y Joy, en plena época de plenitud del matrimonio, aparece el libro “Los cuatro amores”. Es este libro un ensayo lúcido, directo y colmado de ejemplos. Para el escritor inglés los cuatro amores fundamentales de la condición humana son el afecto, la amistad, el eros y la caridad. Cada uno de ellos se funde en el otro sin perder su peculiar diferencia. En este estudio se encuentra una auténtica psicología del amor, un atisbo de las profundidades del alma humana que el amor pone en juego. El amor era conjugado en primera persona por Lewis, ponía al servicio de las ideas su propia experiencia y su fina inteligencia.
Amar a una persona es confirmarla en su ser, en palabras del filósofo Tomás Melendo. Amar de verdad es querer hasta tal punto que sin el otro, el universo queda incompleto. Con palabras de Ortega: amar a una persona “es estar empeñado en que exista; no admitir, en lo que depende de uno, la posibilidad de un universo donde aquella persona esté ausente”. El ser querido resulta así imprescindible, el mundo es incompleto sin él.
La muerte de un ser querido provoca en quien lo ama la pérdida del sentido del mundo entero y de la propia existencia. San Agustín en sus “Confesiones” expresa este sentimiento de pérdida de forma sublime. Veinte años después de sucedido el hecho, el santo de Hipona recuerda el profundo impacto que le produjo la muerte del que, durante una etapa de su juventud, fuera su mejor amigo, “el amicus dulcissimus”: “¡Qué terrible dolor para mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí: la ciudad se me hacía inaguantable, mi casa insufrible y cuanto había compartido con él se me volvía sin él en cruelísimo suplicio. Lo buscaba por todas partes y no aparecía; y llegué a odiar todas las cosas, porque no podían decirme como antes, cuando venía después de una ausencia:”he aquí que ya viene” (…). Sólo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi corazón (…). Me maravillaba que la gente siguiera viviendo, muerto aquél a quien yo había amado como si nunca hubiera de morir; y más me maravillaba aún que, muerto él, siguiera yo viviendo, que era otro él. Bien dijo el poeta Horacio de su amigo que era la “mitad de su alma”, porque yo sentí también, como Ovidio, que “mi alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos”; y por eso me producía tedio el vivir, porque no quería vivir a medias, y a la vez temía quizá mi propia muerte, para que no muriera del todo aquél a quien yo tanto amaba”.
El amor también podemos considerarlo un misterio convertido en su plenitud en realidad gozosa. Dolor y amor son misterios que en muchas ocasiones son vividos de forma intensa e indivisible. Lewis, hombre de altos vuelos intelectuales, a través de su elegante pluma, nos acercó a ambos misterios. Su vida, con su experiencia en el dolor y el amor, fueron magisterio aún mayor que el ejercido por sus propios libros. Una vez más la realidad supera en calidad a la ficción y nos acerca a la verdadera condición y fragilidad humanas. Gracias Profesor Lewis, gracias “Quijote de la luz”.
El dolor es un misterio universal e inevitable que sobrecoge y desconcierta al ser humano. Con frecuencia se proponen fórmulas más o menos anestésicas: resignación, escapismo, anulación de la voluntad. En casi ningún caso se resuelven las preguntas que todo hombre se hace: ¿Qué sentido tiene el sufrimiento? ¿Cómo se armoniza la realidad dolorosa con la bondad divina para aquellos que creen?
Los médicos nos acercamos al hombre, al enfermo, pero tampoco tenemos siempre todas las respuestas. Somos privilegiados espectadores, y a veces protagonistas, de los momentos en los que los hombres deben enfrentarse al dolor y al sufrimiento. Con frecuencia debemos volver la mirada a la verdadera condición y dignidad del hombre.
Uno de los escritores contemporáneos que han afrontado más lúcidamente el problema del dolor humano ha sido C.S. Lewis.
El escritor inglés escribió en 1940 su libro “El problema del dolor”. Su propósito era resolver el problema intelectual presentado al sufriente por el sufrimiento. Esta erudición intelectual del problema del dolor es una necesidad urgente para quien sufre, pues el doliente no sólo se duele de padecimientos físicos sino también de la misma conciencia del dolor como aporía, como callejón sin salida. Por eso la reflexión sobre el sentido del dolor resulta inevitable. Con todo Lewis observa con agudeza que una filosofía del dolor nunca podrá llegar a ser un analgésico adecuado para obviar al sufrimiento.
Tampoco la fe cristiana es para el creyente una especie de opio espiritual que le evite la experiencia lacerante del dolor. El dolor es siempre doloroso; es más la misma conciencia de la inevitabilidad del dolor duele a su vez. Lo único que el teólogo puede y debe proponerse en su discurso es inyectar en el dolor la esperanza.
Para un materialista, o un no creyente, el dolor es tan sólo un síntoma que hay que tratar de erradicar. Es decir, el problema del dolor se reduce a un problema técnico: encontrar remedios adecuados.
Por el contrario, la fe cristiana en un Dios bueno y omnipotente suscita el problema del dolor en sus términos más paradójicos.
Según desarrolla en su libro Lewis, el primer paso para comprender el enigma del dolor así planteado consiste en entender que la posibilidad del sufrimiento está implicada por el orden de la naturaleza y por la existencia de voluntades libres. Una reflexión seria sobre estas dos condiciones de posibilidad de dolor tiene una consecuencia trascendental e inquietante: la convicción de que el intento de excluir de raíz la posibilidad del sufrimiento llevaría a hacer imposible la vida humana.
En el contexto de la relevancia y el sentido que tiene el dolor en la salvación para los cristianos, Lewis escribe que el dolor actúa ante el entendimiento como despertador de que algo va mal en la vida humana: “El dolor no sólo es un mal inmediatamente reconocible, sino un mal imposible de ignorar”. Lewis observa que el dolor es uno de los vehículos más eficaces para que se despierte en el hombre la conciencia de la existencia de Dios; porque “el dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres, también nos habla mediante nuestra conciencia, pero en cambio grita en nuestros dolores, que son el megáfono que Él usa para hacer despertar a un mundo sordo”.
En este primer libro, Lewis todavía no ha sufrido en primera persona un dolor lacerante y desgarrador, y concluye que “cuando el dolor tiene que ser sufrido, un poco de valor ayuda más que mucho conocimiento; un poco de simpatía humana ayuda más que mucho valor, y el más leve rastro de amor de Dios es lo que ayuda más que cualquier otra cosa”.
La vida hace que posteriormente Lewis sufra en primera persona el zarpazo del dolor, y en 1961 publica “Una pena en observación”. El problema deja de ser un hecho intelectual y se transforma en el centro de su vida. La pérdida de su esposa se transforma en dolor hondo que invita a Lewis a escribir en las pocas páginas de este libro la reflexión de su desdicha, enfrentándose a todo lo que previamente había preconcebido, incluso a Dios, por su aparente ausencia en esos momentos tan difíciles.
Apuntes biográficos de Clive Staples Lewis
Clives Staples Lewis nació en Belfast en 1898. C.S. Lewis se educó en el Malvern College durante un año, y luego privadamente. Tres veces obtuvo un “First” en Oxford y fue “Fellow” y “Tutor” en el Magdalen College desde 1925 a 1954. En este último año fue nombrado “Professor” de Literatura Medieval y Renacentista en Cambridge. Como docente se hizo muy popular, y ejerció una profunda influencia en sus alumnos. Recordaba con frecuencia a sus alumnos “que leemos para saber que no estamos solos”.
Ateo durante muchos años, C.S. Lewis describió su conversión al cristianismo en su obra Surprised by Joy (Cautivado por la alegría) en 1955. Muchos críticos han cometido un error al creer que Lewis era católico, cuando siempre fue anglicano. Es verdad que compartía tertulia en un pub de Oxford, “Eagle and Child”, con católicos reconocidos, como el también escritor Tolkien. En el ambiente universitario de Oxford es todavía recordado, y existen identificados muchos de los lugares que frecuentaba el famoso profesor. En el mismo “Eagle and Child” se conservan algunas fotos de la tertulia en la que participaba semanalmente.
Dotado de una inteligencia excepcionalmente brillante y lógica, con un estilo claro y vivo, llegó a ser uno de los escritores más influyentes de nuestro tiempo. The screwtape letters (Cartas del demonio a su sobrino), Till we have faces (Mientras no tengamos rostro), The four loves (Los cuatro amores), El problema del Dolor, El Gran divorcio, un sueño, son algunas de sus obras más célebres. También escribió libros para niños (Crónicas de Narnia) y literatura fantástica (La Trilogía de Ransom), además de muchos trabajos de crítica literaria. Las traducciones de sus libros son conocidas por millones de personas en todo el mundo. Aunque Carmen Martín Gaite tradujo al español su libro “Una pena en observación” con brillantez, el filósofo José Luis del Barco es su mejor traductor en lengua española. La mayoría de sus traducciones se encuentran en la editorial Rialp, que ha publicado prácticamente toda su obra, incluido “El problema del dolor”.
C.S. Lewis es un autor enmarcado dentro de la rica tradición de apologistas cristianos del mundo anglosajón de los dos últimos siglos, junto con Chersterton, Belloc, Knox y Sayers, por citar algunos. Su obra fue muy popular, y como señala uno de sus mejores críticos, H. Hyslop, “a pesar de sus defectos, Lewis hizo más que otros muchos al esforzarse en explicar la herencia cristiana a una generación mal instruida y equivocada”.
Pocos escritores tienen el honor de ser citados habitualmente por pensadores de la talla de Josef Pieper, Robert Spaemann o el propio Cardenal Ratzinger, actual Santo Padre “Benedicto XVI”.
Sus escritos muestran una ortodoxia casi general, aunque queda patente su formación anglicana y sus prejuicios contra el catolicismo, como señalan los hermanos Odero, autores de uno de los mejores estudios completos y sistemáticos de Lewis. Estos autores destacan la hondura del pensamiento del profesor inglés, así como la elegancia de su estilo, su rica imaginación y su afilado sentido del humor.
No entenderíamos la vida de C.S. Lewis si no conociéramos su relación con la poetisa norteamericana de origen judío, Helen Joy Gresham. Ella se convirtió al cristianismo influida en gran medida por las obras de Lewis. Tras varios años de relación epistolar, Joy visitó por primera vez a Lewis en 1952. Al año siguiente, tras divorciarse de su marido alcohólico, el también escritor William Gresham, Joy se instaló definitivamente en Inglaterra con sus dos hijos.
Desde ese momento, el trato entre Joy y Lewis se intensificó, sin salirse inicialmente de una mera amistad entre escritores. En 1956 le diagnosticaron a Joy un grave cáncer óseo. Lewis aceptó entonces un singular matrimonio civil de conveniencia para que Joy pudiera obtener la nacionalidad británica. Poco a poco, el inteligente y soltero profesor de Oxford, que vivía con su hermano, se dio cuenta que estaba verdaderamente enamorado de la poetisa norteamericana. Así, el 21 de Marzo de 1957 se casaron canónicamente en la habitación del hospital donde estaba ingresada Joy. Por aquel entonces, Lewis tenía 59 años y Joy 42.
Joy se recuperó momentáneamente gracias a la radioterapia, y vivió con sus dos hijos en la casa de Lewis en Oxford, e incluso hizo con él un viaje a Grecia en la primavera de 1960. Fueron años muy felices para ambos. Al poco tiempo de su regreso del país heleno, Joy volvió a recaer y, finalmente murió tres meses después.
C.S. Lewis murió en su casa de Oxford el 22 de Noviembre de 1963, poco tiempo después de la partida de su amada.
Experiencia del dolor y reflexión teológica
Veinte años después de publicar su ensayo “El problema del dolor”, Lewis tuvo la oportunidad de experimentar vivamente de modo nuevo y diferente el perenne carácter enigmático que presenta siempre el dolor sufrido en presente y primera persona. Esta experiencia quedó plasmada en el diario espiritual que Lewis escribió a raíz de la muerte de su esposa Joy.
Este diario, publicado en 1961 con el título “Una pena en observación”, es también una reflexión sobre el problema del sufrimiento humano; sólo que entonces Lewis estaba constituido él mismo en sufriente de un modo especial. Con todo, en medio de su intenso dolor, Lewis intenta reflexionar sobre su propia situación: “Cada día no sólo vivo en pena, sino pensando lo que es vivir en pena”.
Lewis trata de mitigar su dolor por el procedimiento de objetivarlo, pero se da cuenta de que ello no es posible: no existe una estrategia para que el dolor no duela, porque la subjetividad doliente no es capaz de autoobjetivarse adecuadamente. Lo único que está en sus manos es tratar de dar sentido al dolor que necesariamente ha de ser padecido.
Lo primero que Lewis descubre en su reflexión es que el sufrimiento ha hecho tambalearse sus convicciones teológicas más profundas, de modo que el sentido de su dolor no se le aparece inmediatamente como algo dado.
A pesar de ser creyente y de haber escrito un ensayo clarividente sobre “El problema del dolor”, Lewis descubre, ante el dolor por la muerte de su mujer, que su antigua teorización sobre el dolor ha quedado existencialmente inerte y que ya no le es de utilidad. Lewis comprende que tiene que replantearse de nuevo todo el problema desde su presente situación.
Ahora experimenta el dolor como miedo, como tedio y también como rebeldía frente a Dios. El sufrimiento ha convertido su vida en un “callejón angosto” y en un sinsentido. El dolor tiñe la vida con una sensación de permanente provisionalidad: “Antes nunca llegaba a tiempo para nada, ahora no hay nada más que tiempo, tiempo en estado casi puro, una vacía continuidad”.
Tras sus primeros desahogos Lewis cobra cierta autoconciencia de su estado. Entonces cae en la cuenta de que el orden de su pensamiento doliente se ha dirigido primero a él mismo, luego a su mujer y sólo finalmente ha pensado en Dios. Ahora bien, desde su fe cristiana comprende que ese ordenamiento de su atención es “justo lo que no debe ser”. Disfrazado de altruismo, su dolor era esencialmente egoísta.
La constatación de su egoísmo le lleva a percibir de forma notablemente diferente su situación espiritual: “Mi pensamiento, cuando se vuelve hacia Dios, ya no se encuentra con aquella puerta de cerrojo echado”.
En las entradas posteriores de su diario íntimo se impone ya la mente lógica y cristiana de Lewis. Entonces descubre que el intenso dolor que sufre el ser humano lleva a comprender de una forma nueva a Dios y a sí mismo.
Lo único que podemos hacer con el dolor es aguantarlo, remediarlo, aunque la experiencia del sufrimiento es distinta cuando el sujeto advierte que tiene un sentido.
Los dilemas que en medio del sufrimiento planteamos a Dios no nos son contestados, porque son preguntas sin respuestas: “Es una forma especial de decir no hay contestación. No es la puerta cerrada. Es más bien como una mirada silenciosa y en realidad no exenta de compasión. Como si Dios moviese la cabeza, no a manera de rechazo sino esquivando la cuestión. Como diciendo: cállate, hijo, que no entiendes”.
Este segundo libro completa de una forma precisa el itinerario que Lewis realiza junto al dolor y el sufrimiento.
El gran filósofo español Julián Marías escribe que “C.S. Lewis es, sin duda, el que prefiero entre los autores británicos del siglo XX… Y acaso llegó en estas páginas al fondo de sí mismo, y no es casual, porque en ellas entra en últimas cuentas con quien había sido y era todavía, en la radical experiencia del amor, el sufrimiento y la esperanza”.
Tierras de penumbra, la película
La historia intensa y romántica entre los dos escritores, Lewis y Joy, fue convertida en guión cinematográfico por William Nicholson, a partir de un trabajo suyo para la televisión británica, más tarde convertido en obra de teatro. En su adaptación, que optó por el Oscar, Nicholson se tomó algunas licencias. Por ejemplo, sólo aparecía uno de los dos hijos de Joy, Douglas, y no se cita el viaje que realiza con su marido a Grecia, ni la controversia entre el obispo anglicano de Oxford y Lewis por su matrimonio con una divorciada. No aparecen tampoco sus tertulias literarias en extenso junto con su amigo católico Tolkien.
La película llevó por nombre original “Shadowlands”. Fue dirigida por Richard Attemborough y fue presentada en 1993. El director llevó a cabo una primorosa puesta en escena, de ritmo apacible, que permitía una sólida definición de caracteres y ambientes. Evitó con decisión la tendencia al exceso melodramático propio de la historia, a través de un punto de vista en el que la reflexión dominaba siempre sobre el sentimentalismo.
En el aspecto formal, Attenborough jugó con acierto la baza de la humildad, dejando que su cámara dejara en todo momento que se lucieran los actores y resplandecieran con luz propia los diálogos. El premio fue que sus encuadres y movimientos de cámara, así como su cuidado envoltorio fotográfico, de la mano de Roger Pratt, y musical, obra de George Fenton, acabaron revelando su perfección técnica y su hondura artística.
Era muy difícil abarcar plenamente la rica personalidad de Lewis, pero su talla humana e intelectual quedó patente en la película. En este sentido, la sutilísima y contenida caracterización de sir Anthony Hopkins en el papel del escritor inglés resulta magistral. Como lo es también la de Debra Winger, en el papel de Joy, que le valió una candidatura al Oscar a la mejor actriz.
A los expertos en Lewis, quizá la película le supo a poco, pero no podemos negar que el largometraje de Attenborough no sólo consiguió mostrar al gran público la relevancia del escritor inglés, sino que realizó una auténtica obra de arte.
El dolor de amar, a modo de epílogo
En 1960, tras el enlace entre Lewis y Joy, en plena época de plenitud del matrimonio, aparece el libro “Los cuatro amores”. Es este libro un ensayo lúcido, directo y colmado de ejemplos. Para el escritor inglés los cuatro amores fundamentales de la condición humana son el afecto, la amistad, el eros y la caridad. Cada uno de ellos se funde en el otro sin perder su peculiar diferencia. En este estudio se encuentra una auténtica psicología del amor, un atisbo de las profundidades del alma humana que el amor pone en juego. El amor era conjugado en primera persona por Lewis, ponía al servicio de las ideas su propia experiencia y su fina inteligencia.
Amar a una persona es confirmarla en su ser, en palabras del filósofo Tomás Melendo. Amar de verdad es querer hasta tal punto que sin el otro, el universo queda incompleto. Con palabras de Ortega: amar a una persona “es estar empeñado en que exista; no admitir, en lo que depende de uno, la posibilidad de un universo donde aquella persona esté ausente”. El ser querido resulta así imprescindible, el mundo es incompleto sin él.
La muerte de un ser querido provoca en quien lo ama la pérdida del sentido del mundo entero y de la propia existencia. San Agustín en sus “Confesiones” expresa este sentimiento de pérdida de forma sublime. Veinte años después de sucedido el hecho, el santo de Hipona recuerda el profundo impacto que le produjo la muerte del que, durante una etapa de su juventud, fuera su mejor amigo, “el amicus dulcissimus”: “¡Qué terrible dolor para mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí: la ciudad se me hacía inaguantable, mi casa insufrible y cuanto había compartido con él se me volvía sin él en cruelísimo suplicio. Lo buscaba por todas partes y no aparecía; y llegué a odiar todas las cosas, porque no podían decirme como antes, cuando venía después de una ausencia:”he aquí que ya viene” (…). Sólo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi corazón (…). Me maravillaba que la gente siguiera viviendo, muerto aquél a quien yo había amado como si nunca hubiera de morir; y más me maravillaba aún que, muerto él, siguiera yo viviendo, que era otro él. Bien dijo el poeta Horacio de su amigo que era la “mitad de su alma”, porque yo sentí también, como Ovidio, que “mi alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos”; y por eso me producía tedio el vivir, porque no quería vivir a medias, y a la vez temía quizá mi propia muerte, para que no muriera del todo aquél a quien yo tanto amaba”.
El amor también podemos considerarlo un misterio convertido en su plenitud en realidad gozosa. Dolor y amor son misterios que en muchas ocasiones son vividos de forma intensa e indivisible. Lewis, hombre de altos vuelos intelectuales, a través de su elegante pluma, nos acercó a ambos misterios. Su vida, con su experiencia en el dolor y el amor, fueron magisterio aún mayor que el ejercido por sus propios libros. Una vez más la realidad supera en calidad a la ficción y nos acerca a la verdadera condición y fragilidad humanas. Gracias Profesor Lewis, gracias “Quijote de la luz”.
3 comments:
Este libro me ha parecido pesadísimo
Muy interesante
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