El tema es bien sencillo. Hace sólo unas pocas semanas recibí el premio literario “La Peñuela”. Para quien no lo sepa, después del Cervantes, posiblemente sea el galardón literario más importante que se concede en lengua española.
Dentro de dos meses y cinco días exactamente, cumplo 33 años. O sea.
Me he trasladado unas semanas a la casa familiar de La Carolina. Por todo eso de digerir todo lo que me ha ocurrido en tan poco tiempo. En este pueblo no me conoce mucha gente, cosa que agradece cualquier escritor. Además tengo una gran deuda pendiente con este bello lugar, que pocos saben.
El premio, sí el premio. Me lo han concedido por un libro que versa sobre el oficio del escritor. “Allegro”, es su título.
Claro que me ha alegrado mucho el que me hayan concedido este premio, con sus 600.000 euros correspondientes, pero créanme, eso es lo de menos.
Lo de más es lo que sigue. ¿Cómo he llegado hasta aquí?
Todo empezó desde muy joven. En mi casa todo giraba en torno a los libros. Las habitaciones se ordenaban en torno al gran protagonista, el libro. Mi padre era profesor de lengua española de enseñanza primaria. Sus alumnos eran niños de 10 y 11 años. Solía repetir que era la mejor edad para sembrar el germen de la lectura y escritura en los niños. Todo buen escritor parece ser que empieza a esa edad. En ella, lucha con la ortografía y con la sintaxis. Si vence, puede ser escritor.
Mi padre, que se llamaba Alejandro, “el defensor de los hombres”, como le recordaba mi madre, comprendió pronto que no iba a poder ser escritor. Pero bueno, se convirtió en un magnífico lector.
Lo sencillo sería decir, que yo soy escritor por mi padre. Que historia más bonita y previsible. Pues no. Yo no escribo por “el defensor de los hombres”. Soy un gran lector por él, eso sí. Que no es poco.
Nunca destaqué escribiendo. Ni en el colegio, ni en el bachillerato. Me interesaba mucho más el balón, los amigos. Mis redacciones eran espantosas. Ya. Eso sí, devoraba los libros, los periódicos, las revistas, todo papel con más de una letra.
Cuando tuve que tomar la decisión, a los 18 años, de a qué me dedicaba, me fue fácil. Yo quería ser profesor de lengua española como mi padre. Si me esforzaba un poco, también de literatura. Lo mío tenía que ser la docencia. Eso sí, de niños de 10 a 11 años. Esta vez sí, por mi padre.
Estudié magisterio. Pronto comencé a dar clase a niños. Todo según el guión preconcebido. Una vida normal, para un joven común.
La sorpresa. Sí, mi padre me tenía guardada una sorpresa cuando cumplí 25 años. Me relató la historia del dinero que dejó en herencia mi abuelo Prudencio para mí. No podía creérmelo. Mi abuelo, ese médico de pueblo que soñó con ser escritor. No pudo cumplir su sueño. Lo intentó con su hijo Alejandro, y nada, tampoco. No cejó en el empeño, y estando mi madre embarazada de mí, ingresó una suma importante de dinero en una cuenta corriente.
Desgraciadamente antes de nacer, mi abuelo Prudencio falleció.
Lo de la cuenta corriente tiene su historia. Toda la familia creyó que ese dinero, era eso, dinero. Y que va. Realmente era una inversión. La cantidad que me legó mi abuelo era considerable. Para poder disfrutar de ella, se tenían que cumplir una serie de requisitos o condiciones. Eso fue lo que me contó mi padre, cuando cumplí 25 años.
Ese dinero sólo lo podía gastar si me marchaba a Boston, a su Universidad de Harvard. En ella debía estudiar historia de la literatura española. Siempre fue el sueño de mi abuelo.
Qué cosas. Un médico rural, que quiere que su nieto vaya a Harvard. No se lo creen. Tampoco me lo creí yo el día que mi padre intentaba explicármelo.
Yo quería esos miles de euros y punto. Estaba feliz con mis niños. No se me había perdido nada en Boston. ¿Qué frío, no?
Me ayudó a mi partida a la prestigiosa universidad norteamericana, el hecho de que me habían echado del colegio donde impartía clase. La razón oficial es que yo merecía algo mejor. La verdad, la asociación de padres del colegio se quejó de mi empeño con la ortografía y la sintaxis. No sabían lo del ser o no ser de un escritor después de esta edad. Qué pena.
Una sola maleta y allí me presenté. Con muchos euros, un inglés rudimentario y no mucho interés.
Todo cambió a los seis meses de mi estancia en Boston. Dentro de los múltiples trabajos de investigación que nos pedía Lewis, el profesor que leía los artículos en español de Paco Umbral en clase, me encontré con George Ticknor.
Ese encuentro cambió mi vida. Ahora se lo cuento. Ticknor fue un profesor norteamericano de Harvard, que en 1849 publicó “Historia de la literatura española”. Hasta aquí todo normal. Junto con el poeta Henry Wadsworth Longfellow, introdujeron el estudio del español en esta gran universidad. Los españoles Pascual Gayangos y Enrique de Vedia, en 1856, hasta tradujeron el libro de Ticknor.
Qué cosas, por el famoso Lewis, estaba buscando el origen de la denominación “Siglo de Oro” en la literatura española, y me encuentro que este tal Ticknor tuvo mucho que ver. Aunque hay que decir, que si bien muchos autores defienden que fue este profesor el padre de esta denominación de áurea a ese siglo de las letras españolas, es Cervantes su probable padre. Definitivamente. Y si no, sólo hay que leer, su bautismo involuntario a ese siglo, en el capítulo once de la primera parte de Don Quijote de la Mancha. El hidalgo se dirige a unos pastores de cabras y les dice:
“Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa edad sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío”. Bueno, da igual.
Acabé el trabajo, pero no mi relación con este interesante George.
Me interesé por él, y mira por donde. En 1876 publica en dos volúmenes, su obra “Life, letters and journals of George Ticknor”. Para aquella fecha, mi inglés me daba para leer de un tirón estos dos volúmenes. Aunque su vida transcurrió desde el 1791 al 1871, estuvo en sus tiempos mozos de viajero por Europa. Sí en Europa. Y como no podía ser menos, estuvo en España. De viajero romántico, como de una forma cursi se les denomina. Estos viajeros no trataban tanto de describirnos la geografía, sino el paisaje humano con el que se encontraban.
Ha llegado el momento que les cuente lo esencial. Lo importante. George Ticknor estuvo en La Carolina. Sí, donde ahora me encuentro.
La Carolina, fundada en 1767 por ese rey ilustrado llamado Carlos III, fue un proyecto ilusionante de repoblación de las tierras de Sierra Morena. No en vano, el rey eligió para esta vasta empresa al gran Pablo de Olavide. Este peruano afincado en España, que presumía de buena formación y de buen gobierno, abanderó este magnífico proyecto que se vino en llamar “Nuevas Poblaciones de Sierra Morena”.
Ticknor estuvo por La Carolina en el año 1818, con sólo 25 añitos. Las Nuevas Poblaciones en sus cortos años de existencia no sólo tuvieron que vencer las dificultades propias de la magna empresa, sino las que le produjo la ocupación francesa.
Ya saben, los franceses entraron en 1808 en España, y los invitamos a irse en 1814. Nuestro vecino Napoleón, junto con su hermano Pepe, pretendieron introducir las nuevas ideas en la península ibérica, pero a su forma. Se lo puso fácil el inepto gobierno de Carlos IV y Godoy. Pero los españoles, no tan ineptos como sus dirigentes, plantaron cara a los franceses. El resto ya lo saben.
La ocupación francesa en las Nuevas Poblaciones estuvo acompañada de duras represalias y fuertes saqueos. No ayudaron mucho al desarrollo de las mismas. Mas bien, todo lo contrario, se valieron de ellas todo lo que pudieron. Hay que decir que en la primavera de 1810 hasta el mismísimo José Bonaparte fue a La Carolina, coincidiendo con el nombramiento del Intendente Manuel Echazarreta. O sea.
Y al poco tiempo, nuestro amigo Ticknor visita La Carolina. ¿Con qué se encontraría? Los viajeros siempre tenían un cuaderno de viaje como compañero. Lo tienen ya claro. Posiblemente escribiría sobre su impresión de La Carolina en alguna parte de sus dos tomos sobre su vida y cartas.
Créanme lo que les cuento. Cuando llegué a la página que debía recoger su carta sobre las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, ésta faltaba. Y aún más desgracia. Ese era el único ejemplar que existía en la biblioteca de la universidad.
Había viajado hasta Boston, pasaba mucho frío, sufría al profesor Lewis, y me había encontrado con un tío llamado George Ticknor que estuvo en La Carolina, y que no he podido leer lo que escribió sobre ella porque falta la página del único ejemplar que existe aquí en Boston.
No podía ser de otra forma. Mi vida debía sufrir un giro. Debía convertirme en un investigador. Pero no en uno cualquiera. Debía ser un escritor.
Pero la historia sigue. No se podía quedar ahí.
Ya nada fue igual en Boston. Contaba los días que me faltaban para regresar a España, a mi ciudad soñada. En Ronda vivía y allí quería volver. Quería a toda costa seguir buscando la hoja perdida. Soñaba muchas noches con que en España, de una forma inopinada me encontraría con ella, y así podría cerrar la historia de mi primer libro.
Si en Boston hacía frío, Ronda no le iba a la zaga. Llegué en el mes de Noviembre. Precioso periodo, que viste de sus mejores galas a la serranía de Ronda. Allí tenía a todos. Ellos saben quienes son.
A las horas de poner mis pies en el aeropuerto de Málaga, llamé por teléfono a mi amigo escritor Antonio Garrido. Investigador nato, a la vez que pluma ágil y ocurrente. Tradujo un libro hacía unos años de Miriam Coles Harris, titulado “Un rincón de España”. En la introducción y bibliografía del mismo, mi amigo Antonio, hacía erudición de la buena, a propósito de los viajeros norteamericanos por España.
La llamada le sorprendió a Antonio, y sobre todo mi petición. A las once de la noche quería verlo en la cafetería del Hotel Reina Victoria. Sí, el mismo donde Rilke se hospedó en su estancia rondeña. Él es persona de hábitos, y esa hora no es la que suele conceder a la tertulia con amigos. Ante mi insistencia, no le quedó otra opción.
Sin casi preámbulos le comenté mi propósito. Me sorprendió que estuviera riéndose durante un largo rato. Me dijo después: “Bienvenido al club de los sufridos escritores”. A un escritor se le reconoce, cuando hace de algún hecho banal, el motivo de su vida. Desde ese momento su vida, son sus libros. Sin hechos banales, no existen historias, no existen escritores. El orden no es el placer de la razón, como muchos creen, sino el lenguaje. Todo eso me comentó.
Pero al grano. Tras su bienvenida jocosa, me comentó que conocía a ese autor pero que me sería muy difícil encontrar su obra en España.
Después, me dio sabios consejos . Primero que buscara en la Biblioteca Nacional, después debía leer a Manuel Capel, gran conocedor de la Nuevas Poblaciones, y no podía olvidar a Antonio López Ontiveros.
López Ontiveros había escrito sobre la significación de las Nuevas Poblaciones en la literatura viajera de los siglos XVIII y XIX.
No espere ni un día. A Madrid me fui en el Talgo. Recuerdo que llovía, y de qué forma. No hay tiempo mejor para un escritor, que los días grises lluviosos.
Pensaba en el viaje, la mala hora en la que el profesor Lewis me había encargado un trabajo sobre el Siglo de Oro. Un trabajo discreto puede cambiar la vida de una persona y convertirla en presa de su propia historia literaria.
El empuje inicial se fue modelando. El entusiasmo se fue convirtiendo en resignación. No encontré ni el libro del dichoso Tickor, ni los autores que leía tenían ni idea del mismo.
Agotados mis pocos ahorros, y con un sol espléndido diario, mis afanes de escritor se fueron modelando, por no decir extinguiendo.
No era un fracaso. Podía escribir otra historia. O si me apuran, ninguna. ¿Por qué tenía que ser escritor? A mi me gustaba ser maestro. Y eso no era poco.
Comenzó el curso, y mis niños, me hicieron olvidar Boston, a mi profesor Lewis, y a ese viajero que me había salido tan caro y que se llamaba Ticknor.
Hacía mucho tiempo que no iba por la casa familiar de La Carolina. No lo había dicho antes. Siempre digo familiar, pero la casa es de un primo mío, ingeniero de telecomunicaciones. Victoriano, había trabajado mucho tiempo en el extranjero, y cuando volvió a España se refugió en una pequeña factoría de ese pueblo hasta su jubilación. En ese pueblo se había construido una bella casa en la sierra. Claro en Sierra Morena. Varias veces en el año, hacía de anfitrión de unos encuentros familiares que mantenían vivas nuestras relaciones. Eran un gusto. Naturaleza y familia. Se podía pedir más.
Acudí un mes de Marzo a uno de estos encuentros propiciados por mi primo Victoriano. Se estaba despertando la primavera, y la sierra no la podía contener.
No nos veíamos desde hacía 4 años, desde mi partida a Boston. Teníamos tantas cosas que contarnos. Claro está, no le relaté nada de mis meses de adicción a la literatura. Eran un poco tal. Me entienden.
Visitamos una mañana sitios por los que contaba la historia, había paseado San Juan de la Cruz. Sí, el santo que también fue poeta. En esas tierras enfermó de erisipela y de allí partió a Úbeda, donde finalmente falleció. En ese contexto literario, me atreví a confesarle a mi primo aquellos meses de dedicación exclusiva a la investigación. De mi tentativa de haber sido escritor. Me llamó la atención que no se rió mucho del tema. Pero eso sí, estuvimos poco en el tema. No quería que Ticknor atormentara a mi primo Victoriano.
Tras aquella reunión seguimos en contacto telefónico. Ya se sabe, que cómo estás, que feliz cumpleaños y que cuándo nos vemos.
Un día recibí una carta intrigante en casa. Su procedencia era casi ilegible. Por fin pude leer que venía de la Universidad de Göttingen.
Me escribía un señor llamado Lucas, del Departamento de Literatura española de esa universidad. Estaba en inglés y me costaba algo leerla. Me decía que conocía de mi interés por Ticknor. Mi primo Victoriano en un foro de internet lo había comentado. El profesor Lucas había realizado una tesis doctoral sobre George Ticknor. Dios mío, para tanto daba mi pesadilla. El viajero norteamericano estuvo un tiempo en esa universidad, y recibió un impulso decisivo para su labor en referencia la literatura española. En su investigación Lucas acudió a Harvard y leyó sus dos tomos sobre sus viajes. Le llamó tanto la atención una carta, que cometió la locura de estudiante de arrancarla del libro. Sí, de forma furtiva e intrigante.
No podía ser, esa carta estaba fechada el 16 de Septiembre de 1818, y había sido escrita desde La Carolina. Rompí a llorar.
No me quedaba más remedio que escribir el libro, ya que poseía la fotocopia de esta carta.
El libro se llamó “La Italia de España”. No tuvo mucho éxito. Pasó inadvertido. Pero yo me había convertido en un escritor.
En homenaje a todos los personajes que me hicieron escritor, reproduzco la carta de George Ticknor:
“Por la ladera de la montaña, entré en La Carolina, el asentamiento más importante de una colonia de alemanes que trajo aquí Carlos III, distribuyéndolos a lo largo de veinte pequeñas y nítidas aldeas que había construido para ellos. Estas se encuentran en una situación deliciosa, bien edificadas y en unas condiciones florecientes, ocupadas por una población industriosa que aporta gran cantidad de artículos de artesanía, tales como relojes de madera, gruesa alfarería, etcétera, a toda España. Realmente, La Carolina es una ciudad hermosa, con espléndidos edificios, espaciosas avenidas y con todos los signos de riqueza y confort en el lugar. Toda la población, que se extiende desde el pie de Sierra Morena hasta Bailén, forma un contraste singular, por su limpieza e industria, con la pobreza endémica que sufren los pueblos de Castilla y La Mancha.
Fue en este paradisíaco lugar donde, por primera vez, observé el cambio de clima que había estado esperando desde que pasé la enorme cadena de montañas. La embalsamada suavidad del aire de la tarde, tal como me había ocurrido hace un año bajando de los Alpes; la reaparición de largos campos de olivos, que son tan raros en Castilla; y las filas de áloes, a los que no había visto desde que dejé la costa de Cataluña, todo me indicaba que había entrado, en lo que, sin lugar a dudas ni impropiedad, podía llamarse la Italia de España”
Dentro de dos meses y cinco días exactamente, cumplo 33 años. O sea.
Me he trasladado unas semanas a la casa familiar de La Carolina. Por todo eso de digerir todo lo que me ha ocurrido en tan poco tiempo. En este pueblo no me conoce mucha gente, cosa que agradece cualquier escritor. Además tengo una gran deuda pendiente con este bello lugar, que pocos saben.
El premio, sí el premio. Me lo han concedido por un libro que versa sobre el oficio del escritor. “Allegro”, es su título.
Claro que me ha alegrado mucho el que me hayan concedido este premio, con sus 600.000 euros correspondientes, pero créanme, eso es lo de menos.
Lo de más es lo que sigue. ¿Cómo he llegado hasta aquí?
Todo empezó desde muy joven. En mi casa todo giraba en torno a los libros. Las habitaciones se ordenaban en torno al gran protagonista, el libro. Mi padre era profesor de lengua española de enseñanza primaria. Sus alumnos eran niños de 10 y 11 años. Solía repetir que era la mejor edad para sembrar el germen de la lectura y escritura en los niños. Todo buen escritor parece ser que empieza a esa edad. En ella, lucha con la ortografía y con la sintaxis. Si vence, puede ser escritor.
Mi padre, que se llamaba Alejandro, “el defensor de los hombres”, como le recordaba mi madre, comprendió pronto que no iba a poder ser escritor. Pero bueno, se convirtió en un magnífico lector.
Lo sencillo sería decir, que yo soy escritor por mi padre. Que historia más bonita y previsible. Pues no. Yo no escribo por “el defensor de los hombres”. Soy un gran lector por él, eso sí. Que no es poco.
Nunca destaqué escribiendo. Ni en el colegio, ni en el bachillerato. Me interesaba mucho más el balón, los amigos. Mis redacciones eran espantosas. Ya. Eso sí, devoraba los libros, los periódicos, las revistas, todo papel con más de una letra.
Cuando tuve que tomar la decisión, a los 18 años, de a qué me dedicaba, me fue fácil. Yo quería ser profesor de lengua española como mi padre. Si me esforzaba un poco, también de literatura. Lo mío tenía que ser la docencia. Eso sí, de niños de 10 a 11 años. Esta vez sí, por mi padre.
Estudié magisterio. Pronto comencé a dar clase a niños. Todo según el guión preconcebido. Una vida normal, para un joven común.
La sorpresa. Sí, mi padre me tenía guardada una sorpresa cuando cumplí 25 años. Me relató la historia del dinero que dejó en herencia mi abuelo Prudencio para mí. No podía creérmelo. Mi abuelo, ese médico de pueblo que soñó con ser escritor. No pudo cumplir su sueño. Lo intentó con su hijo Alejandro, y nada, tampoco. No cejó en el empeño, y estando mi madre embarazada de mí, ingresó una suma importante de dinero en una cuenta corriente.
Desgraciadamente antes de nacer, mi abuelo Prudencio falleció.
Lo de la cuenta corriente tiene su historia. Toda la familia creyó que ese dinero, era eso, dinero. Y que va. Realmente era una inversión. La cantidad que me legó mi abuelo era considerable. Para poder disfrutar de ella, se tenían que cumplir una serie de requisitos o condiciones. Eso fue lo que me contó mi padre, cuando cumplí 25 años.
Ese dinero sólo lo podía gastar si me marchaba a Boston, a su Universidad de Harvard. En ella debía estudiar historia de la literatura española. Siempre fue el sueño de mi abuelo.
Qué cosas. Un médico rural, que quiere que su nieto vaya a Harvard. No se lo creen. Tampoco me lo creí yo el día que mi padre intentaba explicármelo.
Yo quería esos miles de euros y punto. Estaba feliz con mis niños. No se me había perdido nada en Boston. ¿Qué frío, no?
Me ayudó a mi partida a la prestigiosa universidad norteamericana, el hecho de que me habían echado del colegio donde impartía clase. La razón oficial es que yo merecía algo mejor. La verdad, la asociación de padres del colegio se quejó de mi empeño con la ortografía y la sintaxis. No sabían lo del ser o no ser de un escritor después de esta edad. Qué pena.
Una sola maleta y allí me presenté. Con muchos euros, un inglés rudimentario y no mucho interés.
Todo cambió a los seis meses de mi estancia en Boston. Dentro de los múltiples trabajos de investigación que nos pedía Lewis, el profesor que leía los artículos en español de Paco Umbral en clase, me encontré con George Ticknor.
Ese encuentro cambió mi vida. Ahora se lo cuento. Ticknor fue un profesor norteamericano de Harvard, que en 1849 publicó “Historia de la literatura española”. Hasta aquí todo normal. Junto con el poeta Henry Wadsworth Longfellow, introdujeron el estudio del español en esta gran universidad. Los españoles Pascual Gayangos y Enrique de Vedia, en 1856, hasta tradujeron el libro de Ticknor.
Qué cosas, por el famoso Lewis, estaba buscando el origen de la denominación “Siglo de Oro” en la literatura española, y me encuentro que este tal Ticknor tuvo mucho que ver. Aunque hay que decir, que si bien muchos autores defienden que fue este profesor el padre de esta denominación de áurea a ese siglo de las letras españolas, es Cervantes su probable padre. Definitivamente. Y si no, sólo hay que leer, su bautismo involuntario a ese siglo, en el capítulo once de la primera parte de Don Quijote de la Mancha. El hidalgo se dirige a unos pastores de cabras y les dice:
“Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa edad sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío”. Bueno, da igual.
Acabé el trabajo, pero no mi relación con este interesante George.
Me interesé por él, y mira por donde. En 1876 publica en dos volúmenes, su obra “Life, letters and journals of George Ticknor”. Para aquella fecha, mi inglés me daba para leer de un tirón estos dos volúmenes. Aunque su vida transcurrió desde el 1791 al 1871, estuvo en sus tiempos mozos de viajero por Europa. Sí en Europa. Y como no podía ser menos, estuvo en España. De viajero romántico, como de una forma cursi se les denomina. Estos viajeros no trataban tanto de describirnos la geografía, sino el paisaje humano con el que se encontraban.
Ha llegado el momento que les cuente lo esencial. Lo importante. George Ticknor estuvo en La Carolina. Sí, donde ahora me encuentro.
La Carolina, fundada en 1767 por ese rey ilustrado llamado Carlos III, fue un proyecto ilusionante de repoblación de las tierras de Sierra Morena. No en vano, el rey eligió para esta vasta empresa al gran Pablo de Olavide. Este peruano afincado en España, que presumía de buena formación y de buen gobierno, abanderó este magnífico proyecto que se vino en llamar “Nuevas Poblaciones de Sierra Morena”.
Ticknor estuvo por La Carolina en el año 1818, con sólo 25 añitos. Las Nuevas Poblaciones en sus cortos años de existencia no sólo tuvieron que vencer las dificultades propias de la magna empresa, sino las que le produjo la ocupación francesa.
Ya saben, los franceses entraron en 1808 en España, y los invitamos a irse en 1814. Nuestro vecino Napoleón, junto con su hermano Pepe, pretendieron introducir las nuevas ideas en la península ibérica, pero a su forma. Se lo puso fácil el inepto gobierno de Carlos IV y Godoy. Pero los españoles, no tan ineptos como sus dirigentes, plantaron cara a los franceses. El resto ya lo saben.
La ocupación francesa en las Nuevas Poblaciones estuvo acompañada de duras represalias y fuertes saqueos. No ayudaron mucho al desarrollo de las mismas. Mas bien, todo lo contrario, se valieron de ellas todo lo que pudieron. Hay que decir que en la primavera de 1810 hasta el mismísimo José Bonaparte fue a La Carolina, coincidiendo con el nombramiento del Intendente Manuel Echazarreta. O sea.
Y al poco tiempo, nuestro amigo Ticknor visita La Carolina. ¿Con qué se encontraría? Los viajeros siempre tenían un cuaderno de viaje como compañero. Lo tienen ya claro. Posiblemente escribiría sobre su impresión de La Carolina en alguna parte de sus dos tomos sobre su vida y cartas.
Créanme lo que les cuento. Cuando llegué a la página que debía recoger su carta sobre las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, ésta faltaba. Y aún más desgracia. Ese era el único ejemplar que existía en la biblioteca de la universidad.
Había viajado hasta Boston, pasaba mucho frío, sufría al profesor Lewis, y me había encontrado con un tío llamado George Ticknor que estuvo en La Carolina, y que no he podido leer lo que escribió sobre ella porque falta la página del único ejemplar que existe aquí en Boston.
No podía ser de otra forma. Mi vida debía sufrir un giro. Debía convertirme en un investigador. Pero no en uno cualquiera. Debía ser un escritor.
Pero la historia sigue. No se podía quedar ahí.
Ya nada fue igual en Boston. Contaba los días que me faltaban para regresar a España, a mi ciudad soñada. En Ronda vivía y allí quería volver. Quería a toda costa seguir buscando la hoja perdida. Soñaba muchas noches con que en España, de una forma inopinada me encontraría con ella, y así podría cerrar la historia de mi primer libro.
Si en Boston hacía frío, Ronda no le iba a la zaga. Llegué en el mes de Noviembre. Precioso periodo, que viste de sus mejores galas a la serranía de Ronda. Allí tenía a todos. Ellos saben quienes son.
A las horas de poner mis pies en el aeropuerto de Málaga, llamé por teléfono a mi amigo escritor Antonio Garrido. Investigador nato, a la vez que pluma ágil y ocurrente. Tradujo un libro hacía unos años de Miriam Coles Harris, titulado “Un rincón de España”. En la introducción y bibliografía del mismo, mi amigo Antonio, hacía erudición de la buena, a propósito de los viajeros norteamericanos por España.
La llamada le sorprendió a Antonio, y sobre todo mi petición. A las once de la noche quería verlo en la cafetería del Hotel Reina Victoria. Sí, el mismo donde Rilke se hospedó en su estancia rondeña. Él es persona de hábitos, y esa hora no es la que suele conceder a la tertulia con amigos. Ante mi insistencia, no le quedó otra opción.
Sin casi preámbulos le comenté mi propósito. Me sorprendió que estuviera riéndose durante un largo rato. Me dijo después: “Bienvenido al club de los sufridos escritores”. A un escritor se le reconoce, cuando hace de algún hecho banal, el motivo de su vida. Desde ese momento su vida, son sus libros. Sin hechos banales, no existen historias, no existen escritores. El orden no es el placer de la razón, como muchos creen, sino el lenguaje. Todo eso me comentó.
Pero al grano. Tras su bienvenida jocosa, me comentó que conocía a ese autor pero que me sería muy difícil encontrar su obra en España.
Después, me dio sabios consejos . Primero que buscara en la Biblioteca Nacional, después debía leer a Manuel Capel, gran conocedor de la Nuevas Poblaciones, y no podía olvidar a Antonio López Ontiveros.
López Ontiveros había escrito sobre la significación de las Nuevas Poblaciones en la literatura viajera de los siglos XVIII y XIX.
No espere ni un día. A Madrid me fui en el Talgo. Recuerdo que llovía, y de qué forma. No hay tiempo mejor para un escritor, que los días grises lluviosos.
Pensaba en el viaje, la mala hora en la que el profesor Lewis me había encargado un trabajo sobre el Siglo de Oro. Un trabajo discreto puede cambiar la vida de una persona y convertirla en presa de su propia historia literaria.
El empuje inicial se fue modelando. El entusiasmo se fue convirtiendo en resignación. No encontré ni el libro del dichoso Tickor, ni los autores que leía tenían ni idea del mismo.
Agotados mis pocos ahorros, y con un sol espléndido diario, mis afanes de escritor se fueron modelando, por no decir extinguiendo.
No era un fracaso. Podía escribir otra historia. O si me apuran, ninguna. ¿Por qué tenía que ser escritor? A mi me gustaba ser maestro. Y eso no era poco.
Comenzó el curso, y mis niños, me hicieron olvidar Boston, a mi profesor Lewis, y a ese viajero que me había salido tan caro y que se llamaba Ticknor.
Hacía mucho tiempo que no iba por la casa familiar de La Carolina. No lo había dicho antes. Siempre digo familiar, pero la casa es de un primo mío, ingeniero de telecomunicaciones. Victoriano, había trabajado mucho tiempo en el extranjero, y cuando volvió a España se refugió en una pequeña factoría de ese pueblo hasta su jubilación. En ese pueblo se había construido una bella casa en la sierra. Claro en Sierra Morena. Varias veces en el año, hacía de anfitrión de unos encuentros familiares que mantenían vivas nuestras relaciones. Eran un gusto. Naturaleza y familia. Se podía pedir más.
Acudí un mes de Marzo a uno de estos encuentros propiciados por mi primo Victoriano. Se estaba despertando la primavera, y la sierra no la podía contener.
No nos veíamos desde hacía 4 años, desde mi partida a Boston. Teníamos tantas cosas que contarnos. Claro está, no le relaté nada de mis meses de adicción a la literatura. Eran un poco tal. Me entienden.
Visitamos una mañana sitios por los que contaba la historia, había paseado San Juan de la Cruz. Sí, el santo que también fue poeta. En esas tierras enfermó de erisipela y de allí partió a Úbeda, donde finalmente falleció. En ese contexto literario, me atreví a confesarle a mi primo aquellos meses de dedicación exclusiva a la investigación. De mi tentativa de haber sido escritor. Me llamó la atención que no se rió mucho del tema. Pero eso sí, estuvimos poco en el tema. No quería que Ticknor atormentara a mi primo Victoriano.
Tras aquella reunión seguimos en contacto telefónico. Ya se sabe, que cómo estás, que feliz cumpleaños y que cuándo nos vemos.
Un día recibí una carta intrigante en casa. Su procedencia era casi ilegible. Por fin pude leer que venía de la Universidad de Göttingen.
Me escribía un señor llamado Lucas, del Departamento de Literatura española de esa universidad. Estaba en inglés y me costaba algo leerla. Me decía que conocía de mi interés por Ticknor. Mi primo Victoriano en un foro de internet lo había comentado. El profesor Lucas había realizado una tesis doctoral sobre George Ticknor. Dios mío, para tanto daba mi pesadilla. El viajero norteamericano estuvo un tiempo en esa universidad, y recibió un impulso decisivo para su labor en referencia la literatura española. En su investigación Lucas acudió a Harvard y leyó sus dos tomos sobre sus viajes. Le llamó tanto la atención una carta, que cometió la locura de estudiante de arrancarla del libro. Sí, de forma furtiva e intrigante.
No podía ser, esa carta estaba fechada el 16 de Septiembre de 1818, y había sido escrita desde La Carolina. Rompí a llorar.
No me quedaba más remedio que escribir el libro, ya que poseía la fotocopia de esta carta.
El libro se llamó “La Italia de España”. No tuvo mucho éxito. Pasó inadvertido. Pero yo me había convertido en un escritor.
En homenaje a todos los personajes que me hicieron escritor, reproduzco la carta de George Ticknor:
“Por la ladera de la montaña, entré en La Carolina, el asentamiento más importante de una colonia de alemanes que trajo aquí Carlos III, distribuyéndolos a lo largo de veinte pequeñas y nítidas aldeas que había construido para ellos. Estas se encuentran en una situación deliciosa, bien edificadas y en unas condiciones florecientes, ocupadas por una población industriosa que aporta gran cantidad de artículos de artesanía, tales como relojes de madera, gruesa alfarería, etcétera, a toda España. Realmente, La Carolina es una ciudad hermosa, con espléndidos edificios, espaciosas avenidas y con todos los signos de riqueza y confort en el lugar. Toda la población, que se extiende desde el pie de Sierra Morena hasta Bailén, forma un contraste singular, por su limpieza e industria, con la pobreza endémica que sufren los pueblos de Castilla y La Mancha.
Fue en este paradisíaco lugar donde, por primera vez, observé el cambio de clima que había estado esperando desde que pasé la enorme cadena de montañas. La embalsamada suavidad del aire de la tarde, tal como me había ocurrido hace un año bajando de los Alpes; la reaparición de largos campos de olivos, que son tan raros en Castilla; y las filas de áloes, a los que no había visto desde que dejé la costa de Cataluña, todo me indicaba que había entrado, en lo que, sin lugar a dudas ni impropiedad, podía llamarse la Italia de España”
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