Prurito. Picor, en castizo. Irritación de ojos. Estornudos. En salvas u ocasionales. Dificultad respiratoria. Mal rollito, en definitiva. Son los síntomas que padezco cuando leo, escucho o veo a muchos intelectuales. Así es como ellos quieren ser denominados, que conste. Cuando no artistas, por aquello que decía Humberto Eco de cercanía en la función creativa. Gaitas.
Todas las enfermedades tienen una etiología. O eso es lo que pretendemos los médicos encontrar. Las causas de mi dolencia son múltiples. No me es grato conocer en directo al que se proclama intelectual. No lo escribe en su tarjeta de visita, no por ganas, sino porque las imprentas no entienden ese “palabro”. Una cosa es escribir agente de seguros, fontanero, médico, gerente de la cosa o joven promesa de la canción. Pero claro, el chaval de la imprenta que debe poner intelectual, pues eso, que no le suena. A veces, el personaje en cuestión intenta vencer esas resistencias, acudiendo para el encargo de las tarjetas o bien con capa o camiseta raída con leyenda. La capa sirve para mucho, incluso para el intelectual. Lo hace extraño, diferente, distante del resto de los mortales. Además puede cubrir sus miserias. Aunque la capa, no es ahora lo “top”, lo “in”. Es mejor dejarse ver con la camiseta con mensaje. Estas prendas tienen la virtud de no tener que ser lavadas con frecuencia, por lo asiduo de su uso según vemos en algunos. Sus leyendas son maravillosas. Algunos consideran que los hacen ser diferentes pero con el matiz bueno. Que si son gentes despegada de lo superfluo, que si parecen llevar una vida bohemia y abnegada y todas las mentiras restantes. Bueno, al menos al chaval de la imprenta le asustan menos. Fuman incluso con ellos. Porque claro, el intelectual auténtico no compra tabaco, pide. Hombre, qué menos. Al final, hasta puede conseguir las tarjetas gratis. Pero a lo que vamos. No me gusta gozar de los intelectuales como no me gusta aprender de los profesores. El profesor se presenta, al maestro lo elige y lo nombra el discípulo. Diferencias de matiz. El intelectual reivindica su lugar en la sociedad, la persona interesante y creativa es el motor de la sociedad. Que le vamos a hacer, es que uno es un poco raro.
Una de las facetas más importantes de la etiopatogenia del mal que padezco es mi aversión por las reuniones de intelectuales. Es que son cutres, perdonen. Un día me invitaste tú a tu reunión en tu ciudad. Ahora organiza yo, y al ser el anfitrión te invito a ti. Volvemos a decir lo mismo. Conseguí más dinero que tú esta vez y que si nos vamos a comer mejor y todo lo demás. Cada mañana al inicio de cada sesión, a leer el currículum. Por supuesto, extensísimo. Que si muchas gracias por venir y que empieces con cara seria y repartas estopa. Luego nuestro café, y el teléfono para algún asistente para volver a su pueblo para hablar lo mismo. Aunque no sea el mismo tema. Pero cómo van a diferenciarlo. Se acaba la reunión. Antes de despedir y los aplausos del personal, el proyecto de la creación de una plataforma y después el manifiesto. Que sería una reunión de intelectuales sin un manifiesto. Tinto de verano, cerveza y tapas. Si se anima el cotarro, pues eso, hasta copitas y todo. Pero hay reuniones más cutres todavía de intelectuales. Estos lobos, pueden ponerse su piel de cordero y organizar la reunión en la Academia, en la Universidad o en sitios parecidos. Esta piel tiene corbata y camisa a medida. No firman manifiestos, porque son otra cosa, claro. Lo suyo son los contratos con las editoriales para sus libros. No los leerá nadie, pero no importa. Se trata de dar caña al mono, y sus tres mensajes con forma de garrota se repetirán hasta la saciedad. Dónde. En los periódicos, radios y televisiones del mismo grupo que les publica. Para qué, para que parezca un accidente. Me entienden, el grupo de comunicación quiere atizar, pero necesita de alguien que se manche. Por estética, claro. No, por ética. No se empeñen, que no.
La tercera causa de mi mal es sencilla: entre los intelectuales hay mucho analfabeto. Formación corta, lecturas escasas, vidas pobres, influencia escasa, estómago delicado, cuando no agradecido. Críticas fáciles, brindis al sol y fotos convenientes. Hay que seguir levantándose todos los días y vivir, aunque hayan retirado los espejos de sus casas. Quieren aspirar a ser la conciencia crítica de la sociedad y no pueden mirarse a ellos mismos. Claro nosotros lo sabemos y no les hacemos ni caso. A veces nos hacen gracia, en ocasiones nos cabrean, y casi siempre los ignoramos. Ellos se conforman, claro si al final es la virtud que más exige nuestra sociedad. Sí, la dichosa conformidad.
Me dicen mis médicos que debo evitar mi exposición a ellos. Créanme que lo intento, pero es bien difícil. Antes el político tenía un oráculo, ahora tiene un intelectual de cabecera. Como hay muchos políticos, pues tocamos a muchos intelectuales por cabeza.
Tengo que hacerles una confidencia. Como al diabético que le gustan los pasteles, a mi es que me va el rollo intelectual en el fondo. Entonces me cuesta trabajo seguir los consejos de mis médicos. Porque al final cuál es el oficio del intelectual. Preguntita fácil. Respuesta complicada. Reconocemos el origen del intelectual como lo entendemos en la actualidad en la Francia del tránsito del siglo XIX al XX. Es claro, aquellos intelectuales querían de alguna forma enderezar una sociedad abierta, caótica y sin rumbo que estaba en manos de las masas. Proponían defender el modelo de hombre que se construía a sí mismo por medio del uso responsable de su libertad individual. Para ellos, esa sería la manera de evitar la extinción del auténtico hombre en manos del infra-hombre, gregario y visceral, traído por la modernización. Aquellos intelectuales demostraron que eran por encima de todo liberales, en su concepción cultural. Claro, por ahí siempre me he sentido atraído por este rollo. Pero luego sabemos lo que pasó por sus flirteos con la política. Y ahora, siguen manifestándose algunos de los estertores que se pusieron de manifiesto con la crisis de la modernidad. Época a la que siguen anclados muchos de nuestros intelectuales.
Existe tratamiento para mi mal, por si usted también lo padece. Se vende en forma de píldoras. Por la mañana uno debe mirarse a la cara en el espejo. Durante el día debe intentar hacer lo que Emerson ya dijo en el siglo XIX: “lo que tengo que hacer es aquello que me concierne, no lo que la gente cree. Es fácil vivir según la opinión del mundo; es fácil vivir en la soledad, según la propia opinión; pero el hombre grande es el que en medio de la muchedumbre conserva con perfecta dulzura la independencia de la soledad”. Al final del día uno debe examinarse. Se encuentra mejor, se da cuenta que necesita de otros hombres y decide escribir un artículo dándole caña a los intelectuales. Pobres ellos, si los adoro y necesito. O sea.
Todas las enfermedades tienen una etiología. O eso es lo que pretendemos los médicos encontrar. Las causas de mi dolencia son múltiples. No me es grato conocer en directo al que se proclama intelectual. No lo escribe en su tarjeta de visita, no por ganas, sino porque las imprentas no entienden ese “palabro”. Una cosa es escribir agente de seguros, fontanero, médico, gerente de la cosa o joven promesa de la canción. Pero claro, el chaval de la imprenta que debe poner intelectual, pues eso, que no le suena. A veces, el personaje en cuestión intenta vencer esas resistencias, acudiendo para el encargo de las tarjetas o bien con capa o camiseta raída con leyenda. La capa sirve para mucho, incluso para el intelectual. Lo hace extraño, diferente, distante del resto de los mortales. Además puede cubrir sus miserias. Aunque la capa, no es ahora lo “top”, lo “in”. Es mejor dejarse ver con la camiseta con mensaje. Estas prendas tienen la virtud de no tener que ser lavadas con frecuencia, por lo asiduo de su uso según vemos en algunos. Sus leyendas son maravillosas. Algunos consideran que los hacen ser diferentes pero con el matiz bueno. Que si son gentes despegada de lo superfluo, que si parecen llevar una vida bohemia y abnegada y todas las mentiras restantes. Bueno, al menos al chaval de la imprenta le asustan menos. Fuman incluso con ellos. Porque claro, el intelectual auténtico no compra tabaco, pide. Hombre, qué menos. Al final, hasta puede conseguir las tarjetas gratis. Pero a lo que vamos. No me gusta gozar de los intelectuales como no me gusta aprender de los profesores. El profesor se presenta, al maestro lo elige y lo nombra el discípulo. Diferencias de matiz. El intelectual reivindica su lugar en la sociedad, la persona interesante y creativa es el motor de la sociedad. Que le vamos a hacer, es que uno es un poco raro.
Una de las facetas más importantes de la etiopatogenia del mal que padezco es mi aversión por las reuniones de intelectuales. Es que son cutres, perdonen. Un día me invitaste tú a tu reunión en tu ciudad. Ahora organiza yo, y al ser el anfitrión te invito a ti. Volvemos a decir lo mismo. Conseguí más dinero que tú esta vez y que si nos vamos a comer mejor y todo lo demás. Cada mañana al inicio de cada sesión, a leer el currículum. Por supuesto, extensísimo. Que si muchas gracias por venir y que empieces con cara seria y repartas estopa. Luego nuestro café, y el teléfono para algún asistente para volver a su pueblo para hablar lo mismo. Aunque no sea el mismo tema. Pero cómo van a diferenciarlo. Se acaba la reunión. Antes de despedir y los aplausos del personal, el proyecto de la creación de una plataforma y después el manifiesto. Que sería una reunión de intelectuales sin un manifiesto. Tinto de verano, cerveza y tapas. Si se anima el cotarro, pues eso, hasta copitas y todo. Pero hay reuniones más cutres todavía de intelectuales. Estos lobos, pueden ponerse su piel de cordero y organizar la reunión en la Academia, en la Universidad o en sitios parecidos. Esta piel tiene corbata y camisa a medida. No firman manifiestos, porque son otra cosa, claro. Lo suyo son los contratos con las editoriales para sus libros. No los leerá nadie, pero no importa. Se trata de dar caña al mono, y sus tres mensajes con forma de garrota se repetirán hasta la saciedad. Dónde. En los periódicos, radios y televisiones del mismo grupo que les publica. Para qué, para que parezca un accidente. Me entienden, el grupo de comunicación quiere atizar, pero necesita de alguien que se manche. Por estética, claro. No, por ética. No se empeñen, que no.
La tercera causa de mi mal es sencilla: entre los intelectuales hay mucho analfabeto. Formación corta, lecturas escasas, vidas pobres, influencia escasa, estómago delicado, cuando no agradecido. Críticas fáciles, brindis al sol y fotos convenientes. Hay que seguir levantándose todos los días y vivir, aunque hayan retirado los espejos de sus casas. Quieren aspirar a ser la conciencia crítica de la sociedad y no pueden mirarse a ellos mismos. Claro nosotros lo sabemos y no les hacemos ni caso. A veces nos hacen gracia, en ocasiones nos cabrean, y casi siempre los ignoramos. Ellos se conforman, claro si al final es la virtud que más exige nuestra sociedad. Sí, la dichosa conformidad.
Me dicen mis médicos que debo evitar mi exposición a ellos. Créanme que lo intento, pero es bien difícil. Antes el político tenía un oráculo, ahora tiene un intelectual de cabecera. Como hay muchos políticos, pues tocamos a muchos intelectuales por cabeza.
Tengo que hacerles una confidencia. Como al diabético que le gustan los pasteles, a mi es que me va el rollo intelectual en el fondo. Entonces me cuesta trabajo seguir los consejos de mis médicos. Porque al final cuál es el oficio del intelectual. Preguntita fácil. Respuesta complicada. Reconocemos el origen del intelectual como lo entendemos en la actualidad en la Francia del tránsito del siglo XIX al XX. Es claro, aquellos intelectuales querían de alguna forma enderezar una sociedad abierta, caótica y sin rumbo que estaba en manos de las masas. Proponían defender el modelo de hombre que se construía a sí mismo por medio del uso responsable de su libertad individual. Para ellos, esa sería la manera de evitar la extinción del auténtico hombre en manos del infra-hombre, gregario y visceral, traído por la modernización. Aquellos intelectuales demostraron que eran por encima de todo liberales, en su concepción cultural. Claro, por ahí siempre me he sentido atraído por este rollo. Pero luego sabemos lo que pasó por sus flirteos con la política. Y ahora, siguen manifestándose algunos de los estertores que se pusieron de manifiesto con la crisis de la modernidad. Época a la que siguen anclados muchos de nuestros intelectuales.
Existe tratamiento para mi mal, por si usted también lo padece. Se vende en forma de píldoras. Por la mañana uno debe mirarse a la cara en el espejo. Durante el día debe intentar hacer lo que Emerson ya dijo en el siglo XIX: “lo que tengo que hacer es aquello que me concierne, no lo que la gente cree. Es fácil vivir según la opinión del mundo; es fácil vivir en la soledad, según la propia opinión; pero el hombre grande es el que en medio de la muchedumbre conserva con perfecta dulzura la independencia de la soledad”. Al final del día uno debe examinarse. Se encuentra mejor, se da cuenta que necesita de otros hombres y decide escribir un artículo dándole caña a los intelectuales. Pobres ellos, si los adoro y necesito. O sea.
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