Wednesday, January 03, 2007

Los toros no quieren morir en la plaza y otros relatos


Los toros se enamoran de la luna y no quieren morir en la plaza. Todos los animales luchamos contra la muerte. El instinto de supervivencia es nuestra canción protesta.
El toro, como cualquier animal, quiere estar en el campo, gozando de la libertad que le procura los límites de sus propios instintos.
Soy un ferviente aficionado a los toros. La muerte del toro en la plaza no me deja indiferente. Intento pensar y repensar en el tema. Puede que esté favoreciendo la crueldad ante estos animales y eso no me seduce en absoluto. La actualidad me brinda la actualidad de defender mi humilde posición.
Los toros están dotados de dignidad animal. No se la deben de ninguna manera a la forma con que mueren sino a sus propias características ontológicas. El tipo de muerte de cualquier animal no le confiere más o menos dignidad. La muerte de un toro en una plaza a manos de un torero es tan digna como la que le procura otro toro en una dehesa. Podemos discutir sobre la crueldad de la misma, y sobre si es lícito hacer espectáculo público de la muerte. Es verdad que la propia naturaleza y la relación entre animales nos da ejemplos clarividentes de lo crueles que pueden ser unos animales con otros, y no por ello tenemos la tentación de intervenir en favor de la indefensa gacela cuando muere de forma aterradora entre los dientes de un león. Entendemos la muerte de los animales dentro de un contexto de supervivencia. Y así lo hacemos extensivo a la muerte que procuramos a los animales que entran en la cadena alimenticia del hombre, o ayudan al desarrollo de la investigación médica. Existe un equilibrio que de muchas formas intentamos salvaguardar dentro de unas mínimas normas de respeto a la dignidad de los animales. Algo parecido ocurre también con la caza. La caza no la inventan los aristócratas aburridos sino los hombres hambrientos. En estos días, como decía Ortega y Gasset, afortunadamente en la mayoría de los lugares no se caza para matar, sino que se mata por haber cazado. Muchos hacen análisis diferentes cuando el animal en cuestión es un toro, y su muerte la encuentra en una plaza de toros.
Los toros son un tema serio si se entienden como uno de los últimos ritos que nos quedan en nuestra cultura. Los aficionados no vamos a las plazas a ver morir a los toros, sino que el rito finaliza con la muerte del toro. El rito representa la lucha desigual entre una fiera y un hombre, que tiene el arrojo suficiente para conseguir con unos engaños endebles relacionarse con él de una forma tan plástica y llena de emoción que puede elevarla a la categoría de arte. La inteligencia humana vence a la fiereza animal vistiéndose de arte. El torero es el héroe, que debe dar muerte al toro al que vence. Todos en la plaza queremos ser torero. Una corrida de toros sin muerte real sería otra cosa. Podría ser un espectáculo digno, incruento, incluso artístico pero no podría denominarse corrida de toros, le faltaría la última verdad: la de la posibilidad de la muerte auténtica de ambos protagonistas. Por esta verdad muchos nos sentimos arrastrados. El influjo e influencia sobre el espectador del rito taurino es intensísimo.
Los enemigos del rito taurino no son sus detractores. Bien al contrario. Los toros pueden desaparecer si la verdad de su esencia se desnaturaliza por parte de los intervinientes en el rito. Si los toros son mermados en sus defensas, si la muerte que se le procura al toro es fruto de una mala técnica del diestro, si los toreros aspiran a ser domadores o gladiadores en vez de matadores de toros, si los aficionados se ponen de parte de la falsedad contada por muchos “juntaletras”, si los intereses económicos de los empresarios priman de una forma despiadada sobre la pureza del rito y si las autoridades no velan por la autenticidad del rito.
Los toros no piensan pero siguen dando en qué pensar.

Tuesday, January 02, 2007

Veinte años sin Tarkovski


De mayor quiero ser programador de televisión. Y si me dejan, sólo para trabajar en navidades. Se imaginan. Es que debe ser muy fácil ser muy bueno siendo tan malo. Un poco de “cuore”, una medida de mal gusto, aderezado con los últimos tratados del friki de turno, algo de cocina, risas enlatadas y Risto y sus triunfitos, para los que querían caldo.
Han pasado veinte años de su muerte, y nadie de mis queridos programadores televisivos se ha acordado del cine de Andrei Tarkosvki. A muchos de ellos los echarán en este año que empieza por la esclavitud del “share”, pero ninguno ha querido ser original con su motivo de despido: proyectar “Sacrificio” en “prime time” en navidades.
Para muchos la palabra sacrificio no da ni para titular un largometraje, es desconocida en su vocabulario. No digamos en sus vidas. Pero fue la última película que dirigió el director ruso entre sesión y sesión de radioterapia. Tenía un cáncer de pulmón pero no dejaba de ser un buen hombre.
En Febrero de 1988, gracias al gran Rafael Llano, pude conocer la obra de este director de cine ruso. Era la primera retrospectiva de su cine en España, y entre mis horas de estudio de la anatomía encontré los momentos oportunos para no entender nada de su cine. Suele ocurrir, así que no preocupé. Para entender a Tarkovski había que entenderse a uno mismo primero, y todavía estoy en ello. Afortunadamente me compré su famoso libro sobre teoría cinematográfica “Esculpir en el tiempo”. Lo leí en segundo o tercero de carrera y seguí sin entenderlo.
Menos mal: el cine de este autor ruso no tiene que gustar. ¿Entonces? Si después de encontrarse con las películas de Andrei Tarkovski uno no desea ser mejor, mala cosa.
Andrei era un humanista, liberal y chulo. O sea. Como a mí me gusta. Se plantó de golpe en el circuito cinematográfico internacional al merecer con su primer largometraje el máximo galardón del Festival de Venecia. La edición de 1962 incluía obras de Godard, Rossi, Kubrick, Pasolini y de otros conocidos directores europeos y americanos, lo mismo que películas de veteranos del cine soviético, como Gerasimov; pero ni unas ni otras pudieron imponerse a aquella “Infancia de Iván” que Mosfilm había traído de Moscú. La crítica internacional elogió las cualidades estéticas de la cinta de Tarkovski pero sobre todo sus contenidos. Goya pintaba como los genios pero no sabía escribir como los hombres. Nuestro Andrei, no sólo pintaba en el negativo de las películas sino que escribía de forma tan rotunda, que sosteniendo una vieja comparación de su profesor en el VGIK, Mijáil Romm, acuñó la feliz expresión de que hacer cine es como “esculpir en el tiempo”. Olé. El régimen comunista nunca pudo con él, su lucha por la libertad la libró en su mundo interior. Tuvo las narices de ser un humanista mostrando a la civilización occidental sus miserias y su paso firme al abismo, ella que siempre ha ido de adelantada.
Entre tanto mediocre que escribe o tiene el valor de presentar un conjunto de imágenes con diálogos y llamarlo largometraje, todavía nos queda París. Ciudad en la que Andrei murió y en la que fue despedido con lágrimas sonoras por su admirador Rostropovitsch. Está enterrado en el cementerio ortodoxo de Sainte-Genevieve des-Bois, una pequeña localidad a las afueras de París, en dirección sur. El campo santo fue construido como un jardín, siguiendo en esto la tradición rusa, y en su recinto se conserva todavía la pequeña capilla de La Asunción, completamente blanca y rematada por una cubierta azul en forma de bulbo, que preside el cementerio. Descanse en paz.
Su aniversario al menos me ha servido para elegir como regalo de navidad para Risto y todos sus triunfitos, la magnífica versión en español comercializada no hace mucho de “Sacrificio”. Lo dicho, taza y media.