1. Introducción
San Agustín en sus “Confesiones” expresa el sentimiento de pérdida de un ser querido de una forma sublime. Veinte años después de sucedido el hecho, el santo de Hipona recuerda el profundo impacto que le produjo la muerte del que, durante una etapa de su juventud, fuera su mejor amigo, “el amicus dulcissimus”: “¡Qué terrible dolor para mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí: la ciudad se me hacía inaguantable, mi casa insufrible y cuanto había compartido con él se me volvía sin él en cruelísimo suplicio. Lo buscaba por todas partes y no aparecía; y llegué a odiar todas las cosas, porque no podían decirme como antes, cuando venía después de una ausencia:”he aquí que ya viene” (…). Sólo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi corazón (…). Me maravillaba que la gente siguiera viviendo, muerto aquél a quien yo había amado como si nunca hubiera de morir; y más me maravillaba aún que, muerto él, siguiera yo viviendo, que era otro él. Bien dijo el poeta Horacio de su amigo que era la “mitad de su alma”, porque yo sentí también, como Ovidio, que “mi alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos”; y por eso me producía tedio el vivir, porque no quería vivir a medias, y a la vez temía quizá mi propia muerte, para que no muriera del todo aquél a quien yo tanto amaba”.
El dolor no entiende en muchas ocasiones de física o de biología, pero inunda el alma humana. A veces es la antesala del sufrimiento, o es el sufrimiento en sí. Dolor y sufrimiento van de la mano la mayoría de las ocasiones, y nos interrogan en conjunto. Si buscamos un sentido al dolor, más se nos obliga a buscar un sentido al sufrimiento. Encontrar respuestas al dolor y no al sufrimiento es empresa imperfecta. Posiblemente sea más necesario y urgente encontrar un sentido al sufrimiento antes que al propio dolor.
Pero, ¿qué entendemos por sufrimiento? Existe una definición de sufrimiento realizada por dos autores americanos, Chapman y Gravin , que considero la más completa y afortunada de todas las que he estudiado. Entienden por sufrimiento el “estado afectivo, cognitivo y negativo complejo caracterizado por la sensación que experimenta la persona de encontrarse amenazada en su integridad, por su sentimiento de impotencia para hacer frente a esta amenaza y por el agotamiento de los recursos personales y psicosociales que le permitirían afrontarla”. Los autores ponen el énfasis en este último aspecto y mantienen que el elemento clave del sufrimiento lo constituye la indefensión percibida y definen este concepto como la percepción del individuo de la “quiebra total de sus recursos físicos, psíquicos y sociales”.
La vida me ha tratado muy bien, y la realidad no me ha golpeado con la dureza suficiente como para enfrentarme al problema del sufrimiento en primera persona. Parece que hablar de este tema sin haber padecido sufrimiento intenso, es lo más parecido a pedirle a un ciego de nacimiento que diserte sobre los colores.
Esta falta de experiencia en primera persona me invita a trascender mi propia experiencia y observar al que me rodea. En los sufrimientos ajenos también podemos reconocernos como débiles, y en sus victorias y sus derrotas queremos vernos como hombres esperanzados.
Si la vida me tiene reservada mi medida de dolor y sufrimiento, sí que quiero haber meditado sobre el mismo y por tanto me atrevo a hacerles partícipes de las ideas que tengo sobre el asunto.
Definido lo que podemos entender por sufrimiento humano, quisiera detenerme unos momentos en describir a nuestra sociedad del siglo XXI en relación a su actitud frente al dolor, la adversidad y el sufrimiento. En principio, nuestra sociedad rechaza sistemáticamente el sufrimiento, el dolor, el sacrificio que inevitablemente la realidad le muestra a diario. Este rechazo u ocultación de las espinas de la realidad humana puede conseguirse al precio de aceptar una vida falseada en sus cimientos mientras no nos veamos implicados en la contradicción. Esta visión falseada de la esencia de la vida humana y de su dignidad se abre paso a través de la deshumanización progresiva y engendra personalidades afectivamente débiles e inestables, que nunca quieren entender del dolor de los demás y tienden a evitar a cualquier precio el propio.
Muchos abogan por decir: “es mucho mejor una sociedad que no prevé el sufrimiento o se interroga por su sentido, pero que se esfuerza por suprimirlo”. La consecuencia es clara, cuando no se consigue, no tiene nada más que decir esa sociedad, y la realidad es tozuda en sus hechos y nos muestra que va exigirnos a todos antes o después respuestas a sus preguntas básicas.
2. Respuestas humanas y sentido del dolor
Avancemos en el tema propiamente dicho. Allí donde no se acierta a integrar una determinada situación dentro de un contexto de sentido, en ese lugar puede aparecer el sufrimiento. Por tanto, es muy conveniente que nos hagamos la pregunta de si el dolor o el sufrimiento tienen un sentido. Victor Frankl, psiquiatra austriaco que sufrió la arbitrariedad y dureza de los campos de concentración nazi nos va ayudar mucho en esta dirección. Su experiencia queda reflejada en su libro “El hombre en busca de sentido” y nos dice sentencias tan relevantes como las siguientes:
- El ser humano no se destruye por el sufrimiento, sino por sufrir sin sentido.
- El interés principal del hombre es el de encontrar un sentido a la vida, razón por la cual el hombre está dispuesto incluso a sufrir a condición de que ese sufrimiento tenga un sentido.
- En realidad, ni el sufrimiento, ni la culpa, ni la muerte puede privar a la vida de su auténtico sentido.
Pero ¿nuestra sociedad del siglo XXI avanzada busca un sentido al dolor al sufrimiento? No es fácil contestar a esta cuestión. Posiblemente sólo una pequeña parte de esta sociedad busca un sentido, y el resto cree tener ciertas respuestas.
Así para un materialista el sentido está ligado al obrar del hombre. El sentido termina allí donde la praxis llega a su término. En ese momento sólo le queda al hombre la resignación.
Para el estoico actual que acepta desde el principio voluntariamente lo que no puede cambiar, no puede entender que le pueda suceder nada que le obligue a sufrir, ya que no ha podido intervenir sobre su generación.
Nietzsche, defensor de la “Teoría moderna del caos y del azar”, afirma: “He encontrado en las cosas esta feliz certidumbre: prefieren danzar con los pies el azar”. Qué necesidad existe de buscar sentido al imperio del azar.
Al nuevo budista occidental se le invita a apartar la conciencia del lugar donde se sufre. A través de la meditación desaparece el yo, se anula mi conciencia y por tanto mi posibilidad de sufrir.
Al final, la cuestión sobre el sentido del sufrimiento es específicamente una cuestión bíblica como apunta el filósofo alemán Robert Spaemann. Presupone la de en una ilimitada totalidad de sentido, la fe en que el universo en su conjunto descansa dentro de un contexto de sentido. Sólo desde ahí tiene sentido preguntar sobre el sentido del sufrimiento. Tal pregunta se plantea ante todo allí donde se cree en un Dios omnipotente y bueno, es decir, allí donde, por tanto, es posible preguntar: ¿cómo se armoniza ese hecho con la existencia de sufrimiento en el mundo? Por eso les decía que sólo una parte de la sociedad busca sentido al dolor al sufrimiento.
En este punto debo detenerme, ya que no soy la persona adecuada para hacer la apología de las ideas cristianas sobre el sentido del dolor ya que doctores tiene la Iglesia.
3. El problema del dolor según C.S. Lewis
Pero una vez dicho esto, sí me veo en la obligación de presentarles a C.S. Lewis, el escritor que más me ha ayudado en esta materia y que deseo les pueda ayudar a ustedes también.
Clives Staples Lewis nació en Belfast en 1898. C.S. Lewis se educó en el Malvern College durante un año, y luego privadamente. Tres veces obtuvo un “First” en Oxford y fue “Fellow” y “Tutor” en el Magdalen College desde 1925 a 1954. En este último año fue nombrado “Professor” de Literatura Medieval y Renacentista en Cambridge. Como docente se hizo muy popular, y ejerció una profunda influencia en sus alumnos. Recordaba con frecuencia a sus alumnos “que leemos para saber que no estamos solos”.
Ateo durante muchos años, C.S. Lewis describió su conversión al cristianismo en su obra Surprised by Joy (Cautivado por la alegría) en 1955. Muchos críticos han cometido un error al creer que Lewis era católico, cuando siempre fue anglicano. Es verdad que compartía tertulia en un pub de Oxford, “Eagle and Child”, con católicos reconocidos, como el también escritor Tolkien. En el ambiente universitario de Oxford es todavía recordado, y existen identificados muchos de los lugares que frecuentaba el famoso profesor. En el mismo “Eagle and Child” se conservan algunas fotos de la tertulia en la que participaba semanalmente.
Dotado de una inteligencia excepcionalmente brillante y lógica, con un estilo claro y vivo, llegó a ser uno de los escritores más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. The screwtape letters (Cartas del demonio a su sobrino), Till we have faces (Mientras no tengamos rostro), The four loves (Los cuatro amores), El problema del Dolor, El Gran divorcio, un sueño, son algunas de sus obras más célebres. También escribió libros para niños (Crónicas de Narnia) y literatura fantástica (La Trilogía de Ransom), además de muchos trabajos de crítica literaria. Las traducciones de sus libros son conocidas por millones de personas en todo el mundo. Aunque Carmen Martín Gaite tradujo al español su libro “Una pena en observación” con brillantez, el filósofo José Luis del Barco es su mejor traductor en lengua española. La mayoría de sus traducciones se encuentran en la editorial Rialp, que ha publicado prácticamente toda su obra, incluido “El problema del dolor”.
C.S. Lewis es un autor enmarcado dentro de la rica tradición de apologistas cristianos del mundo anglosajón de los dos últimos siglos, junto con Chersterton, Belloc, Knox y Sayers, por citar algunos. Su obra fue muy popular, y como señala uno de sus mejores críticos, H. Hyslop, “a pesar de sus defectos, Lewis hizo más que otros muchos al esforzarse en explicar la herencia cristiana a una generación mal instruida y equivocada”.
Pocos escritores tienen el honor de ser citados habitualmente por pensadores de la talla de Josef Pieper, Robert Spaemann o el propio Cardenal Ratzinger, actual Santo Padre “Benedicto XVI”.
Sus escritos muestran una ortodoxia casi general, aunque queda patente su formación anglicana y sus prejuicios contra el catolicismo, como señalan los hermanos Odero, autores de uno de los mejores estudios completos y sistemáticos de Lewis. Estos autores destacan la hondura del pensamiento del profesor inglés, así como la elegancia de su estilo, su rica imaginación y su afilado sentido del humor.
No entenderíamos la vida de C.S. Lewis si no conociéramos su relación con la poetisa norteamericana de origen judío, Helen Joy Gresham. Ella se convirtió al cristianismo influida en gran medida por las obras de Lewis. Tras varios años de relación epistolar, Joy visitó por primera vez a Lewis en 1952. Al año siguiente, tras divorciarse de su marido alcohólico, el también escritor William Gresham, Joy se instaló definitivamente en Inglaterra con sus dos hijos.
Desde ese momento, el trato entre Joy y Lewis se intensificó, sin salirse inicialmente de una mera amistad entre escritores. En 1956 le diagnosticaron a Joy un grave cáncer óseo. Lewis aceptó entonces un singular matrimonio civil de conveniencia para que Joy pudiera obtener la nacionalidad británica. Poco a poco, el inteligente y soltero profesor de Oxford, que vivía con su hermano, se dio cuenta que estaba verdaderamente enamorado de la poetisa norteamericana. Así, el 21 de Marzo de 1957 se casaron canónicamente en la habitación del hospital donde estaba ingresada Joy. Por aquel entonces, Lewis tenía 59 años y Joy 42.
Joy se recuperó momentáneamente gracias a la radioterapia, y vivió con sus dos hijos en la casa de Lewis en Oxford, e incluso hizo con él un viaje a Grecia en la primavera de 1960. Fueron años muy felices para ambos. Al poco tiempo de su regreso del país heleno, Joy volvió a recaer y, finalmente murió tres meses después.
C.S. Lewis murió en su casa de Oxford el 22 de Noviembre de 1963, poco tiempo después de la partida de su amada.
El escritor inglés escribió en 1940 su libro “El problema del dolor”. Su propósito era resolver el problema intelectual presentado al sufriente por el sufrimiento. Esta erudición intelectual del problema del dolor es una necesidad urgente para quien sufre, pues el doliente no sólo se duele de padecimientos físicos sino también de la misma conciencia del dolor como aporía, como callejón sin salida. Por eso la reflexión sobre el sentido del dolor resulta inevitable. Con todo Lewis observa con agudeza que una filosofía del dolor nunca podrá llegar a ser un analgésico adecuado para obviar al sufrimiento.
Tampoco la fe cristiana es para el creyente una especie de opio espiritual que le evite la experiencia lacerante del dolor. El dolor es siempre doloroso; es más la misma conciencia de la inevitabilidad del dolor duele a su vez. Lo único que el teólogo puede y debe proponerse en su discurso es inyectar en el dolor la esperanza.
Para un materialista, o un no creyente, el dolor es tan sólo un síntoma que hay que tratar de erradicar. Es decir, el problema del dolor se reduce a un problema técnico: encontrar remedios adecuados.
Por el contrario, la fe cristiana en un Dios bueno y omnipotente suscita el problema del dolor en sus términos más paradójicos.
Según desarrolla en su libro Lewis, el primer paso para comprender el enigma del dolor así planteado consiste en entender que la posibilidad del sufrimiento está implicada por el orden de la naturaleza y por la existencia de voluntades libres. Una reflexión seria sobre estas dos condiciones de posibilidad de dolor tiene una consecuencia trascendental e inquietante: la convicción de que el intento de excluir de raíz la posibilidad del sufrimiento llevaría a hacer imposible la vida humana.
En el contexto de la relevancia y el sentido que tiene el dolor en la salvación para los cristianos, Lewis escribe que el dolor actúa ante el entendimiento como despertador de que algo va mal en la vida humana: “El dolor no sólo es un mal inmediatamente reconocible, sino un mal imposible de ignorar”. Lewis observa que el dolor es uno de los vehículos más eficaces para que se despierte en el hombre la conciencia de la existencia de Dios; porque “el dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres, también nos habla mediante nuestra conciencia, pero en cambio grita en nuestros dolores, que son el megáfono que Él usa para hacer despertar a un mundo sordo”.
En este primer libro, Lewis todavía no ha sufrido en primera persona un dolor lacerante y desgarrador, y concluye que “cuando el dolor tiene que ser sufrido, un poco de valor ayuda más que mucho conocimiento; un poco de simpatía humana ayuda más que mucho valor, y el más leve rastro de amor de Dios es lo que ayuda más que cualquier otra cosa”.
La vida hace que posteriormente Lewis sufra en primera persona el zarpazo del dolor, y en 1961 publica “Una pena en observación”. El problema deja de ser un hecho intelectual y se transforma en el centro de su vida. La pérdida de su esposa se transforma en dolor hondo que invita a Lewis a escribir en las pocas páginas de este libro la reflexión de su desdicha, enfrentándose a todo lo que previamente había preconcebido, incluso a Dios, por su aparente ausencia en esos momentos tan difíciles.
Así, veinte años después de publicar su ensayo “El problema del dolor”, Lewis tuvo la oportunidad de experimentar vivamente de modo nuevo y diferente el perenne carácter enigmático que presenta siempre el dolor sufrido en presente y primera persona. Esta experiencia quedó plasmada en el diario espiritual que Lewis escribió a raíz de la muerte de su esposa Joy.
Este diario, publicado en 1961 con el título “Una pena en observación”, es también una reflexión sobre el problema del sufrimiento humano; sólo que entonces Lewis estaba constituido él mismo en sufriente de un modo especial. Con todo, en medio de su intenso dolor, Lewis intenta reflexionar sobre su propia situación: “Cada día no sólo vivo en pena, sino pensando lo que es vivir en pena”.
Lewis trata de mitigar su dolor por el procedimiento de objetivarlo, pero se da cuenta de que ello no es posible: no existe una estrategia para que el dolor no duela, porque la subjetividad doliente no es capaz de autoobjetivarse adecuadamente. Lo único que está en sus manos es tratar de dar sentido al dolor que necesariamente ha de ser padecido.
Lo primero que Lewis descubre en su reflexión es que el sufrimiento ha hecho tambalearse sus convicciones teológicas más profundas, de modo que el sentido de su dolor no se le aparece inmediatamente como algo dado.
A pesar de ser creyente y de haber escrito un ensayo clarividente sobre “El problema del dolor”, Lewis descubre, ante el dolor por la muerte de su mujer, que su antigua teorización sobre el dolor ha quedado existencialmente inerte y que ya no le es de utilidad. Lewis comprende que tiene que replantearse de nuevo todo el problema desde su presente situación.
Ahora experimenta el dolor como miedo, como tedio y también como rebeldía frente a Dios. El sufrimiento ha convertido su vida en un “callejón angosto” y en un sinsentido. El dolor tiñe la vida con una sensación de permanente provisionalidad: “Antes nunca llegaba a tiempo para nada, ahora no hay nada más que tiempo, tiempo en estado casi puro, una vacía continuidad”.
Tras sus primeros desahogos Lewis cobra cierta autoconciencia de su estado. Entonces cae en la cuenta de que el orden de su pensamiento doliente se ha dirigido primero a él mismo, luego a su mujer y sólo finalmente ha pensado en Dios. Ahora bien, desde su fe cristiana comprende que ese ordenamiento de su atención es “justo lo que no debe ser”. Disfrazado de altruismo, su dolor era esencialmente egoísta.
La constatación de su egoísmo le lleva a percibir de forma notablemente diferente su situación espiritual: “Mi pensamiento, cuando se vuelve hacia Dios, ya no se encuentra con aquella puerta de cerrojo echado”.
En las entradas posteriores de su diario íntimo se impone ya la mente lógica y cristiana de Lewis. Entonces descubre que el intenso dolor que sufre el ser humano lleva a comprender de una forma nueva a Dios y a sí mismo.
Lo único que podemos hacer con el dolor es aguantarlo, remediarlo, aunque la experiencia del sufrimiento es distinta cuando el sujeto advierte que tiene un sentido.
Los dilemas que en medio del sufrimiento planteamos a Dios no nos son contestados, porque son preguntas sin respuestas: “Es una forma especial de decir no hay contestación. No es la puerta cerrada. Es más bien como una mirada silenciosa y en realidad no exenta de compasión. Como si Dios moviese la cabeza, no a manera de rechazo sino esquivando la cuestión. Como diciendo: cállate, hijo, que no entiendes”.
Este segundo libro completa de una forma precisa el itinerario que Lewis realiza junto al dolor y el sufrimiento.
Tengo la esperanza de que haya podido arrojar algo de luz al tema que nos ha convocado y les invito a que reflexionen en su fuero más interno. Seguramente no debamos tanto buscar respuestas a nuestras preguntas como buscar sentido a las cuestiones que nos planteamos.