Sunday, December 10, 2006

Ich sterbe (Me muero)


El primero de julio de 1904 Chéjov se despertó en plena noche. Acto seguido llamó a su esposa Olga. Necesitaba a un médico. La habitación del hotel Sommer de la ciudad de Badenweiler en plena selva negra alemana no era un buen lugar para ponerse enfermo. A pesar de todo, Olga, con la ayuda de dos estudiantes rusos de la habitación contigua, localizaron al Doctor Schwöhrer. Eran las dos de la madrugada y Chéjov musitó dos palabras: “Ich sterbe (me muero)”. Menudo plan para aquella noche calurosa se le presentaba al médico alemán. Primero una inyección de alcanfor, después pensó en buscar oxígeno. El médico y escritor ruso, o el escritor y médico ruso, le ayudó en el trance y le comentó que no se molestara. Se encontraba ante sus últimos instantes. Buena idea la del tal doctor Schwöwer, solicitó una botella de champán. “Hacía mucho tiempo que no bebía champán”. Vació la copa y se acostó de lado. Al momento falleció el gran Antón Chéjov.
Una de mis mayores influencias en el terreno del humanismo médico ha sido la del formidable Chéjov. No me canso de leer la carta que le remitió Grigorovich a Chéjov. El que la escribía, escritor maduro, el que la recibía, escritor novel. Venía a decirle más o menos: deje la medicina, pase aunque sea hambre; tiene talento para escribir, y será distinguido primero por la gente culta y luego por el gran público. “Yo soy médico y estoy hundido hasta el cuello en mi medicina. El proverbio de quien sigue dos liebres se queda sin ninguna, a nadie le quita el sueño como a mí”, respondía el joven Antón.
El médico en su vida corre detrás de muchas liebres. En el final de la carrera se da cuenta que posiblemente no ha corrido para sí. Enfermamos con cada uno de nuestros enfermos. Morimos con cada uno de ellos. Y para qué. Se nos escapa entre las manos la vida propia. Los que nos rodean son espectadores de nuestra carrera, y en parte son sufridores de la misma. Esa es nuestra vocación y nuestro privilegio: servir a los demás. Saber que no nos equivocamos jamás si estamos al lado del menesteroso.
Les cuento esto, porque la dignidad me visitó una templada mañana del mes de noviembre. Llevaba gafas, fijador y portaba un maletín. “Me muero”. Esas fueron las dos palabras que vino a decirme mi amigo médico. Como el doctor Schwöwer le dije: el hospital está en deuda contigo, no te preocupes. Como Chéjov, mi amigo me pidió que no buscara “oxígeno”, quería despedirse de mí con dignidad. No pudiendo estar a su altura, sólo se me ocurrió llorar desconsoladamente en sus brazos. Habíamos perseguido tantas liebres juntos que no nos habíamos dado cuenta que en algún momento debíamos parar. Uno no elige nunca el momento, pero sí la forma de parar. El cáncer ha elegido el cuándo y mi querido amigo el cómo.
El enfrentarnos con la enfermedad y la muerte propia con determinación, nos puede hacer más hombres, y en muchas ocasiones más dignos. La búsqueda de sentido a ambas situaciones es lo único que nos puede dar cierta paz y lucidez en esos momentos duros. Eso quiero pensar.
Cuando me dijo que sufría por sus seres queridos, no supe qué decirle. Mi querido C.S. Lewis le propuso un pacto a su mujer, enferma de cáncer como él: “El dolor de hoy es parte de la felicidad del mañana”. No sé me ocurrió aquella mañana, y además no sé si le servirá en estos momentos, pero.
Su carrera continua sigue teniendo sentido. Confío en que Dios no lo abandonará en estos momentos de tribulación.
No soporto que se muera porque le quiero.

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