De mayor quiero ser programador de televisión. Y si me dejan, sólo para trabajar en navidades. Se imaginan. Es que debe ser muy fácil ser muy bueno siendo tan malo. Un poco de “cuore”, una medida de mal gusto, aderezado con los últimos tratados del friki de turno, algo de cocina, risas enlatadas y Risto y sus triunfitos, para los que querían caldo.
Han pasado veinte años de su muerte, y nadie de mis queridos programadores televisivos se ha acordado del cine de Andrei Tarkosvki. A muchos de ellos los echarán en este año que empieza por la esclavitud del “share”, pero ninguno ha querido ser original con su motivo de despido: proyectar “Sacrificio” en “prime time” en navidades.
Para muchos la palabra sacrificio no da ni para titular un largometraje, es desconocida en su vocabulario. No digamos en sus vidas. Pero fue la última película que dirigió el director ruso entre sesión y sesión de radioterapia. Tenía un cáncer de pulmón pero no dejaba de ser un buen hombre.
En Febrero de 1988, gracias al gran Rafael Llano, pude conocer la obra de este director de cine ruso. Era la primera retrospectiva de su cine en España, y entre mis horas de estudio de la anatomía encontré los momentos oportunos para no entender nada de su cine. Suele ocurrir, así que no preocupé. Para entender a Tarkovski había que entenderse a uno mismo primero, y todavía estoy en ello. Afortunadamente me compré su famoso libro sobre teoría cinematográfica “Esculpir en el tiempo”. Lo leí en segundo o tercero de carrera y seguí sin entenderlo.
Menos mal: el cine de este autor ruso no tiene que gustar. ¿Entonces? Si después de encontrarse con las películas de Andrei Tarkovski uno no desea ser mejor, mala cosa.
Andrei era un humanista, liberal y chulo. O sea. Como a mí me gusta. Se plantó de golpe en el circuito cinematográfico internacional al merecer con su primer largometraje el máximo galardón del Festival de Venecia. La edición de 1962 incluía obras de Godard, Rossi, Kubrick, Pasolini y de otros conocidos directores europeos y americanos, lo mismo que películas de veteranos del cine soviético, como Gerasimov; pero ni unas ni otras pudieron imponerse a aquella “Infancia de Iván” que Mosfilm había traído de Moscú. La crítica internacional elogió las cualidades estéticas de la cinta de Tarkovski pero sobre todo sus contenidos. Goya pintaba como los genios pero no sabía escribir como los hombres. Nuestro Andrei, no sólo pintaba en el negativo de las películas sino que escribía de forma tan rotunda, que sosteniendo una vieja comparación de su profesor en el VGIK, Mijáil Romm, acuñó la feliz expresión de que hacer cine es como “esculpir en el tiempo”. Olé. El régimen comunista nunca pudo con él, su lucha por la libertad la libró en su mundo interior. Tuvo las narices de ser un humanista mostrando a la civilización occidental sus miserias y su paso firme al abismo, ella que siempre ha ido de adelantada.
Entre tanto mediocre que escribe o tiene el valor de presentar un conjunto de imágenes con diálogos y llamarlo largometraje, todavía nos queda París. Ciudad en la que Andrei murió y en la que fue despedido con lágrimas sonoras por su admirador Rostropovitsch. Está enterrado en el cementerio ortodoxo de Sainte-Genevieve des-Bois, una pequeña localidad a las afueras de París, en dirección sur. El campo santo fue construido como un jardín, siguiendo en esto la tradición rusa, y en su recinto se conserva todavía la pequeña capilla de La Asunción, completamente blanca y rematada por una cubierta azul en forma de bulbo, que preside el cementerio. Descanse en paz.
Su aniversario al menos me ha servido para elegir como regalo de navidad para Risto y todos sus triunfitos, la magnífica versión en español comercializada no hace mucho de “Sacrificio”. Lo dicho, taza y media.
Han pasado veinte años de su muerte, y nadie de mis queridos programadores televisivos se ha acordado del cine de Andrei Tarkosvki. A muchos de ellos los echarán en este año que empieza por la esclavitud del “share”, pero ninguno ha querido ser original con su motivo de despido: proyectar “Sacrificio” en “prime time” en navidades.
Para muchos la palabra sacrificio no da ni para titular un largometraje, es desconocida en su vocabulario. No digamos en sus vidas. Pero fue la última película que dirigió el director ruso entre sesión y sesión de radioterapia. Tenía un cáncer de pulmón pero no dejaba de ser un buen hombre.
En Febrero de 1988, gracias al gran Rafael Llano, pude conocer la obra de este director de cine ruso. Era la primera retrospectiva de su cine en España, y entre mis horas de estudio de la anatomía encontré los momentos oportunos para no entender nada de su cine. Suele ocurrir, así que no preocupé. Para entender a Tarkovski había que entenderse a uno mismo primero, y todavía estoy en ello. Afortunadamente me compré su famoso libro sobre teoría cinematográfica “Esculpir en el tiempo”. Lo leí en segundo o tercero de carrera y seguí sin entenderlo.
Menos mal: el cine de este autor ruso no tiene que gustar. ¿Entonces? Si después de encontrarse con las películas de Andrei Tarkovski uno no desea ser mejor, mala cosa.
Andrei era un humanista, liberal y chulo. O sea. Como a mí me gusta. Se plantó de golpe en el circuito cinematográfico internacional al merecer con su primer largometraje el máximo galardón del Festival de Venecia. La edición de 1962 incluía obras de Godard, Rossi, Kubrick, Pasolini y de otros conocidos directores europeos y americanos, lo mismo que películas de veteranos del cine soviético, como Gerasimov; pero ni unas ni otras pudieron imponerse a aquella “Infancia de Iván” que Mosfilm había traído de Moscú. La crítica internacional elogió las cualidades estéticas de la cinta de Tarkovski pero sobre todo sus contenidos. Goya pintaba como los genios pero no sabía escribir como los hombres. Nuestro Andrei, no sólo pintaba en el negativo de las películas sino que escribía de forma tan rotunda, que sosteniendo una vieja comparación de su profesor en el VGIK, Mijáil Romm, acuñó la feliz expresión de que hacer cine es como “esculpir en el tiempo”. Olé. El régimen comunista nunca pudo con él, su lucha por la libertad la libró en su mundo interior. Tuvo las narices de ser un humanista mostrando a la civilización occidental sus miserias y su paso firme al abismo, ella que siempre ha ido de adelantada.
Entre tanto mediocre que escribe o tiene el valor de presentar un conjunto de imágenes con diálogos y llamarlo largometraje, todavía nos queda París. Ciudad en la que Andrei murió y en la que fue despedido con lágrimas sonoras por su admirador Rostropovitsch. Está enterrado en el cementerio ortodoxo de Sainte-Genevieve des-Bois, una pequeña localidad a las afueras de París, en dirección sur. El campo santo fue construido como un jardín, siguiendo en esto la tradición rusa, y en su recinto se conserva todavía la pequeña capilla de La Asunción, completamente blanca y rematada por una cubierta azul en forma de bulbo, que preside el cementerio. Descanse en paz.
Su aniversario al menos me ha servido para elegir como regalo de navidad para Risto y todos sus triunfitos, la magnífica versión en español comercializada no hace mucho de “Sacrificio”. Lo dicho, taza y media.
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