Los toros se enamoran de la luna y no quieren morir en la plaza. Todos los animales luchamos contra la muerte. El instinto de supervivencia es nuestra canción protesta.
El toro, como cualquier animal, quiere estar en el campo, gozando de la libertad que le procura los límites de sus propios instintos.
Soy un ferviente aficionado a los toros. La muerte del toro en la plaza no me deja indiferente. Intento pensar y repensar en el tema. Puede que esté favoreciendo la crueldad ante estos animales y eso no me seduce en absoluto. La actualidad me brinda la actualidad de defender mi humilde posición.
Los toros están dotados de dignidad animal. No se la deben de ninguna manera a la forma con que mueren sino a sus propias características ontológicas. El tipo de muerte de cualquier animal no le confiere más o menos dignidad. La muerte de un toro en una plaza a manos de un torero es tan digna como la que le procura otro toro en una dehesa. Podemos discutir sobre la crueldad de la misma, y sobre si es lícito hacer espectáculo público de la muerte. Es verdad que la propia naturaleza y la relación entre animales nos da ejemplos clarividentes de lo crueles que pueden ser unos animales con otros, y no por ello tenemos la tentación de intervenir en favor de la indefensa gacela cuando muere de forma aterradora entre los dientes de un león. Entendemos la muerte de los animales dentro de un contexto de supervivencia. Y así lo hacemos extensivo a la muerte que procuramos a los animales que entran en la cadena alimenticia del hombre, o ayudan al desarrollo de la investigación médica. Existe un equilibrio que de muchas formas intentamos salvaguardar dentro de unas mínimas normas de respeto a la dignidad de los animales. Algo parecido ocurre también con la caza. La caza no la inventan los aristócratas aburridos sino los hombres hambrientos. En estos días, como decía Ortega y Gasset, afortunadamente en la mayoría de los lugares no se caza para matar, sino que se mata por haber cazado. Muchos hacen análisis diferentes cuando el animal en cuestión es un toro, y su muerte la encuentra en una plaza de toros.
Los toros son un tema serio si se entienden como uno de los últimos ritos que nos quedan en nuestra cultura. Los aficionados no vamos a las plazas a ver morir a los toros, sino que el rito finaliza con la muerte del toro. El rito representa la lucha desigual entre una fiera y un hombre, que tiene el arrojo suficiente para conseguir con unos engaños endebles relacionarse con él de una forma tan plástica y llena de emoción que puede elevarla a la categoría de arte. La inteligencia humana vence a la fiereza animal vistiéndose de arte. El torero es el héroe, que debe dar muerte al toro al que vence. Todos en la plaza queremos ser torero. Una corrida de toros sin muerte real sería otra cosa. Podría ser un espectáculo digno, incruento, incluso artístico pero no podría denominarse corrida de toros, le faltaría la última verdad: la de la posibilidad de la muerte auténtica de ambos protagonistas. Por esta verdad muchos nos sentimos arrastrados. El influjo e influencia sobre el espectador del rito taurino es intensísimo.
Los enemigos del rito taurino no son sus detractores. Bien al contrario. Los toros pueden desaparecer si la verdad de su esencia se desnaturaliza por parte de los intervinientes en el rito. Si los toros son mermados en sus defensas, si la muerte que se le procura al toro es fruto de una mala técnica del diestro, si los toreros aspiran a ser domadores o gladiadores en vez de matadores de toros, si los aficionados se ponen de parte de la falsedad contada por muchos “juntaletras”, si los intereses económicos de los empresarios priman de una forma despiadada sobre la pureza del rito y si las autoridades no velan por la autenticidad del rito.
Los toros no piensan pero siguen dando en qué pensar.
El toro, como cualquier animal, quiere estar en el campo, gozando de la libertad que le procura los límites de sus propios instintos.
Soy un ferviente aficionado a los toros. La muerte del toro en la plaza no me deja indiferente. Intento pensar y repensar en el tema. Puede que esté favoreciendo la crueldad ante estos animales y eso no me seduce en absoluto. La actualidad me brinda la actualidad de defender mi humilde posición.
Los toros están dotados de dignidad animal. No se la deben de ninguna manera a la forma con que mueren sino a sus propias características ontológicas. El tipo de muerte de cualquier animal no le confiere más o menos dignidad. La muerte de un toro en una plaza a manos de un torero es tan digna como la que le procura otro toro en una dehesa. Podemos discutir sobre la crueldad de la misma, y sobre si es lícito hacer espectáculo público de la muerte. Es verdad que la propia naturaleza y la relación entre animales nos da ejemplos clarividentes de lo crueles que pueden ser unos animales con otros, y no por ello tenemos la tentación de intervenir en favor de la indefensa gacela cuando muere de forma aterradora entre los dientes de un león. Entendemos la muerte de los animales dentro de un contexto de supervivencia. Y así lo hacemos extensivo a la muerte que procuramos a los animales que entran en la cadena alimenticia del hombre, o ayudan al desarrollo de la investigación médica. Existe un equilibrio que de muchas formas intentamos salvaguardar dentro de unas mínimas normas de respeto a la dignidad de los animales. Algo parecido ocurre también con la caza. La caza no la inventan los aristócratas aburridos sino los hombres hambrientos. En estos días, como decía Ortega y Gasset, afortunadamente en la mayoría de los lugares no se caza para matar, sino que se mata por haber cazado. Muchos hacen análisis diferentes cuando el animal en cuestión es un toro, y su muerte la encuentra en una plaza de toros.
Los toros son un tema serio si se entienden como uno de los últimos ritos que nos quedan en nuestra cultura. Los aficionados no vamos a las plazas a ver morir a los toros, sino que el rito finaliza con la muerte del toro. El rito representa la lucha desigual entre una fiera y un hombre, que tiene el arrojo suficiente para conseguir con unos engaños endebles relacionarse con él de una forma tan plástica y llena de emoción que puede elevarla a la categoría de arte. La inteligencia humana vence a la fiereza animal vistiéndose de arte. El torero es el héroe, que debe dar muerte al toro al que vence. Todos en la plaza queremos ser torero. Una corrida de toros sin muerte real sería otra cosa. Podría ser un espectáculo digno, incruento, incluso artístico pero no podría denominarse corrida de toros, le faltaría la última verdad: la de la posibilidad de la muerte auténtica de ambos protagonistas. Por esta verdad muchos nos sentimos arrastrados. El influjo e influencia sobre el espectador del rito taurino es intensísimo.
Los enemigos del rito taurino no son sus detractores. Bien al contrario. Los toros pueden desaparecer si la verdad de su esencia se desnaturaliza por parte de los intervinientes en el rito. Si los toros son mermados en sus defensas, si la muerte que se le procura al toro es fruto de una mala técnica del diestro, si los toreros aspiran a ser domadores o gladiadores en vez de matadores de toros, si los aficionados se ponen de parte de la falsedad contada por muchos “juntaletras”, si los intereses económicos de los empresarios priman de una forma despiadada sobre la pureza del rito y si las autoridades no velan por la autenticidad del rito.
Los toros no piensan pero siguen dando en qué pensar.